Autor: Fernando Pascual
Nos gustan los resultados. Queremos que el dinero del banco
“crezca” con los intereses, que los niños aprendan bien sus clases de natación,
que el trabajo dé frutos inmediatos, y que las carreteras nos permitan correr
más y más sin los peligros de esos baches escondidos que aparecen donde uno
menos lo espera.
Nuestra vida práctica está llena de cálculos para escoger lo que resulte más útil. Si voy por esta calle, el tráfico me va a hacer perder 3 minutos. Si dejo descolgado el teléfono, no recibiré esa llamada de quien tanto me molesta. Si pago todos los impuestos, no podré comprar un televisor nuevo. Si no se dice de vez en cuando una mentira, el esposo o la esposa quizá castiguen a ese hijo que necesita mucha comprensión y paciencia. Es necesario pensar bien lo que va a ocurrir si acepto este préstamo o si decido esperar un mes más antes de sembrar el maíz que he comprado a precios astronómicos.
Queremos resultados positivos. Nos gusta conservar la salud,
tener tiempo de descanso, estar contentos. Para lograr el triunfo, pensamos y
pensamos la fórmula que nos lleve, de modo fácil y seguro, a la meta deseada.
Los problemas empiezan enseguida. ¿Qué ocurre si el dinero
llega abundante y libre de impuestos a través de un negocio un poco turbio? Si
el criterio fundamental es conseguir resultados, más de uno decide trabajar en
el negocio de la droga o en el tráfico clandestino de armas: los dólares corren
veloces entre las manos sucias de quien se mueve en el mundo de la ilegalidad y
de las trampas.
La “sociedad”, desde luego, tiene sus instrumentos para
perseguir a quien no paga impuestos, a quien se enriquece gracias a la trata de
blancas, o a quien mezcla agua en la leche para conseguir más dinero con menos
vacas. Pero esta “sociedad” deja de funcionar si quien debe defender la
justicia piensa que, en el fondo, algún que otro despiste “regala” en pocos
minutos lo que no se logra con meses y meses de trabajo honrado y silencioso.
La corrupción es, precisamente, la entrada de la mentalidad utilitarista entre
quienes deberían perseguir las trampas de los más pillos...
A la “ética de lo útil” (en la cual vale todo lo que nos dé
resultados positivos) se sobrepone la ética de los valores. Nuestros jóvenes
son muy sensibles a esta diferencia. Copiar en un examen puede darnos un
brillante 10 en las notas del semestre, pero nos empobrece como seres humanos.
Aceptar un soborno hará sonreír a la esposa que ve llegar, por fin, la nevera
nueva, pero deja un dolor en la conciencia del funcionario que ha herido sus
obligaciones diarias. Un aborto puede parecer el camino más rápido para
defender el “honor de la familia”, pero produce una profunda herida en la hija
que ha sido presionada a eliminar, de prisa, tal vez bajo amenazas, a ese
hijito suyo que suplicaba en silencio un poco de clemencia.
Alguno dirá: ¿para qué “sirven” los valores? ¿Vale la pena
ser honesto si luego uno se hunde poco a poco en el olvido y los demás crecen y
triunfan en el mundo de lo útil? La pregunta es equivocada, pues la honestidad
no es algo que “vale” porque nos lleve al éxito o nos deje unos cuantos
billetes en el bolsillo. Ser honrados es importante y valioso porque queremos
vivir en paz con la conciencia, con los demás, con aquellos derechos que
construyen un mundo justo y solidario.
La mentalidad de lo útil nos puede llevar a encerrarnos en
nosotros mismos y en nuestros intereses. Los valores éticos nos abren a esos
horizontes en los que importa el amor, la justicia, la solidaridad, la
fidelidad y el heroísmo. No son cosas imposibles. Basta con pensar en millones
de padres y madres de familia que cada día cumplen sus obligaciones sólo para
alimentar, educar y promover a sus hijos, aunque nadie les vaya a premiar por
eso. Incluso si el hijo es ingrato o altanero, un padre no deja de ser padre,
no deja de amar y de ofrecer una puerta abierta para que la vida de la familia
pueda volver a ser un poco más unida y más feliz.
Desde luego, es lícito buscar resultados, sobre todo si son
resultados de los buenos. Buscar lo útil es, muchas veces, no sólo bueno, sino
un deber fundamental de todo ciudadano. Pero lo útil está siempre sometido a
los valores más elevados. Si quiero construir una nueva casa, no es malo
conseguir materiales resistentes o ventanas que nos den algo de luz y de
alegría. Pero este deseo legítimo no me da permiso para tomar ladrillos del
vecino ni para pedir un préstamo que sé nunca podré pagar de modo honesto.
En una frase simpática atribuida a Confucio leemos que, en su
vejez, había conseguido satisfacer sus deseos sin violar la ley ni la justicia.
Quizá podríamos decir, mejor, que lo más importante es vivir esa justicia y ese
espíritu de solidaridad que nos hace pensar en los otros sin, por ello, dejar
de lado lo que nos corresponda según justicia. Ayudar a un pobre no significa
olvidarme de mis estudios y tareas. Cumplir con el horario de la fábrica o de
la oficina no es motivo para dejar en el olvido a ese hijo que me pide un poco
de tiempo y de cariño. Defender el orden ciudadano no se opone a traer pan y
alegría, cada día, a quienes viven bajo el mismo techo.
Lo útil es importante, pero no es lo único importante. Si
queremos un mundo más justo y más feliz, hemos de tener valor para renunciar a
atajos fraudulentos, y así poder seguir, sencillamente, por caminos de honradez
y de justicia. Quizá por eso no llegaremos a tener muchos números en las
cuentas del banco, pero sí ante los ojos de una conciencia que nos pide ser
honestos. Sólo entonces nos daremos cuenta de lo “útil” que es vivir, tal vez,
sin riquezas materiales, pero con el cariño de quienes aprecian a los buenos.
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