16 de julio de 2012

Mentiras elegantes y verdades rústicas

Autor: Fernando Pascual

Una mentira no deja de serlo por más que esté muy bien presentada. Una verdad no deja de serlo aunque use ropas sencillas y parezca pobre.

La idea es expresada por san Agustín, cuando recuerda su encuentro con un importante líder de los maniqueos, llamado Fausto. Algunos amigos le habían dicho que el famoso Fausto era un hombre muy bien preparado, capaz de resolver todas las dudas que albergaba el corazón del joven Agustín, que ya llevaba algunos años dentro de la secta maniquea.

En su obra “Confesiones” (5,6,10), al evocar la entrevista con Fausto y el desengaño que la misma provocó, Agustín agradece a Dios haber alcanzado una conclusión importante: una cosa no es cierta “por el hecho de estar bien dicha, ni tiene por qué ser falsa por el hecho de una inadecuada articulación de las palabras. A la inversa, tampoco tiene por qué ser verdad lo que se dice con lenguaje inculto, ni ser falsedad lo que se enuncia con estilo brillante”.

Existe el peligro, hoy como ayer, que la belleza artística y el dominio de los medios de expresión en un discurso, un libro, una película, una página de internet, consigan engañar a algunos (¿muchos?) al hacerles pensar que lo falso es verdadero y que lo verdadero es falso.

Al mismo tiempo, existe el peligro de que una verdad, ofrecida en un medio con poca “calidad” (una página de internet técnicamente inadecuada, un programa televisivo con poca belleza y locutores no bien preparados), no sea percibida como verdad, precisamente porque hay quien sólo se fija en lo externo y carece de la autonomía intelectual necesaria para valorar los contenidos más allá de los contenedores.

En el mundo de la imagen, entre programas de radio con buenos equipos técnicos y locutores de voz agradable, ante documentales técnicamente halagadores de la vista y del oído, es correcto buscar una buena síntesis entre verdad y belleza, entre contenidos y estilo.

Pero como la síntesis no siempre se da, hace falta desarrollar un discernimiento maduro, como el del joven Agustín, para que una melodía suave no embote nuestros corazones al engañarnos con mentiras vestidas de terciopelo, y para que sepamos reconocer la verdad también cuando llega de labios quizá poco hábiles en la expresión oral, pero que ofrecen tesoros de sabiduría que sirven para la vida presente y para el mundo de lo eterno.

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