14 de septiembre de 2012

Seis años después del discurso de Benedicto XVI en Ratisbona

Jesús David Muñoz

El 12 de septiembre de 2006, Benedicto XVI, en un famoso discurso pronunciado en la Universidad de Ratisbona, pedía a Occidente “valentía para abrirse a la amplitud de la razón” (texto completo en el siguiente enlace).

Dicha amplitud debía ir caracterizada por la aceptación y pleno reconocimiento de la dimensión religiosa y espiritual del hombre, en contraposición a lo que pregonan el racionalismo y cientismo modernos que  han hecho de lo demostrable empíricamente, la materia única de lo real, científico y verdadero.

“No actuar según la razón, es contrario a la naturaleza de Dios” es una expresión que entre muchas cosas indica que Dios es ante todo Logos, Razón Creadora, y el hombre una imagen suya.
 

Para el Santo Padre, la razón y el progreso sufren una terrible amputación cuando se la restringe simplemente al campo de lo medible y experimentable.

Las controversias y amenazas violentas que suscitó esta letio magistralis entre algunos sectores del mundo islámico opacaron quizás el objetivo más ambicioso y profundo que buscaba el Pontífice. Parece ser que las palabras del Papa teólogo fueron oídas, pero poco escuchadas y asimiladas por su principal interlocutor: Occidente.

Quien, como Benedicto XVI, analiza en profundidad las corrientes de pensamiento surgidas de este aislamiento de la fe y abandono de la búsqueda de la Verdad, constatará que en lugar de exaltar la razón la han incapacitado. Dos alas tiene el hombre con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad (cf. Fides et Ratio, Introducción), pero si la Verdad no existe ¿para qué las alas y para qué volar?

Dicha disminución de la razón, que arrincona la fe y la religión, impide al hombre desarrollar su racionalidad en todo su potencial y amplitud, hecho que ha provocado una seria fractura entre ciencia, moral y religión y que se constata, por ejemplo, con que un 47% de españoles crea que la ética no debería poner límites a los avances científicos, cifra que se eleva hasta el 80% en aquellos que piensan que la religión no debería poner límites a la ciencia (cf. ABC 27.07.12).

Este drama se ha podido ver más claro en el relativismo moral y el progresismo ideológico y cientista que se imponen hoy como los paradigmas de la cultura. En estas corrientes se nota el cada vez más escaso uso de la razón y el mayor dominio de los deseos, instintos y caprichos.

La máxima relativista de que cada quien tiene su verdad y nadie puede imponerla, antes que llamar a emplear la razón parece prohibir su uso.

No requiere muchos razonamientos, y más bien parecen afirmaciones de un Occidente cansado de reflexionar, decir que el feto no es más que un conjunto de células, o que cada quien puede escoger la muerte con la que quiere terminar sus días, o que el matrimonio es un mero contrato entre dos seres humanos de cualquier sexo, o que los hijos son un derecho que se puede exigir aunque la naturaleza diga otra cosa, o que Dios es una ilusión.

El progresismo nos ha enseñado las medidas, la longitud, la composición, el precio económico de las cosas, de la vida, del hombre, de la familia, del amor humano, de la creación, de la espiritualidad, pero ha logrado que olvidemos el valor, el sentido y la razón de ser de todas ellas. Decía Chesterton: «En el llamado “pensamiento moderno”, mientras las preguntas son realmente profundas, sus respuestas son a menudo decididamente superficiales» (cf. Por qué soy católico, El buey mudo, Madrid 2010, p. 500).

No sabe uno si reír o llorar al escuchar afirmaciones como las del presidente Barack Obama, que ante la pregunta: ¿cuándo comienza el feto a ser una persona humana? Contestó que eso estaba “por encima de su rango salarial” (above my paygrade). No deja de ser curiosa la respuesta, porque si no sabe si el feto es un niño o no, lo lógico es protegerlo, no matarlo, pero será quizá que la lógica también está por encima de su rango salarial. Ahora bien, la tristeza llega a ser mayor cuando se escucha una respuesta similar de una monja “católica” famosa (cf. Infocatólica 08.09.12).

Claro está que para comprender que la vida es sagrada, que debe ser protegida desde su concepción hasta su final natural y que el aborto es eliminar una vida humana inocente, hace falta usar la ciencia, pero también la inteligencia, el corazón y el espíritu.

¡Qué lejos están muchos progresistas ateos y políticos liberales de los pensadores cristianos medievales que con la síntesis entre filosofía antigua y teología llegaron, después de mucho pensar, investigar, reflexionar y meditar, a una de las concepciones más claras y diáfanas de lo que es la persona humana: naturae rationalis individua substancia!

Seis años después de su discurso de Ratisbona, movido por esa misma “valentía” que reclamaba de sus contemporáneos, Benedicto XVI ha convocado un Año de la Fe.

Sí, se necesita mucho coraje y gallardía para llevar en alto la bandera de la fe en nuestros días y testificar que quien cree no deja de pensar sino que aprende a hacerlo. La fe pide al hombre reflexionar, comprender, buscar la verdad, dar razones.

Esto es el verdadero progreso humano, que tiene poco que ver con el progresismo para el cual avanzar es simplemente moverse en una dirección, mientras que el creyente sabe por la razón y por la fe, que es mejor ir cojeando por el camino, que avanzar a grandes pasos fuera de él, como afirmaba san Agustín.

Creer es propio de los hombres. Es pasar de la agorafobia de la dictadura del relativismo, a la apertura de la mente que quiere comprender para creer y creer para comprender; una razón que desea abrirse al Infinito para dar sentido y razón de ser al finito.

Es así como “la fe -como afirmaba el imprescindible Chesterton- amplía el mundo por sí misma. El mundo sería pequeño sin ella” (p. 585), pues ella “llama al hombre a estirar su mente igual que quien despierta de un sueño se siente impulsado a estirar los brazos y las piernas (cf. Por qué soy católico, El buey mudo, Madrid 2010, p. 585 y 557).

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