Autor: Fernando
Pascual
Llegamos a un
callejón sin salida en muchas discusiones sobre el aborto cuando se piensa que
defender los derechos de la mujer iría contra la vida del hijo, o cuando se
piensa que defender los derechos del hijo iría contra los derechos de la madre.
Se llega a esta
situación por muchos motivos. Uno consiste en pensar que existe un conflicto de
derechos, que la vida del hijo se opone a la madre, o que la madre tiene una
serie de prerrogativas incompatibles con la vida del hijo.
¿Cómo un hijo
podría convertirse en una especie de “enemigo” o rival contra su madre? Porque
ella no lo desea, o porque otros no quieren que ella tenga un hijo.
En el primer
caso, una vida adulta considera “hostil” la llegada del hijo en un momento
determinado de la propia biografía.
En el segundo
caso, son otros (padres, esposo o amante, jefe de trabajo, amigos) los que
presionan de mil maneras a la mujer, porque piensan que ese hijo no encaja con
el plan que ellos desean imponer a la madre, incluso contra la voluntad de la
misma.
¿Y el hijo? Su
existencia es algo frágil. Necesita y depende en todo de su madre.
Mientras la
madre puede “moverse” para llevar a cabo sus deseos (o los deseos de otros), el
hijo no tiene prácticamente ninguna posibilidad para defenderse a sí mismo. Ese
es uno de los aspectos más dramáticos del aborto: la desigualdad de las fuerzas
en juego.
Pero el hijo
tiene algo con lo que puede abrir un camino en el corazón de su propia madre y
de quienes la rodean: su condición humana, su apertura a las mil posibilidades
de la vida, su vocación al amor, su esfuerzo (ahora con unos pocos gramos) por
acoger cualquier ayuda que le llegue de quien está más cerca: su madre.
Las discusiones
sobre el aborto cambiarán radicalmente de perspectiva si reconocemos que la
defensa de los derechos de la mujer no debería ir nunca contra los derechos de
su hijo no nacido (empezando por el derecho a la vida); y si aceptamos que la
defensa de los derechos del hijo no nacido no implica limitar derechos
fundamentales de la madre.
Sólo entonces
podremos dar pasos concretos para que la mujer sea siempre respetada y asistida
en su dignidad intrínseca, en su vocación de madre y de hija, de trabajadora y
de ama de casa. Sólo entonces reconoceremos que toda mujer, como todo varón, un
día fueron embriones pequeños e indigentes, pero abiertos a acoger cualquier
ayuda, a amar, a crecer para ser capaces, un día, de construir un mundo más
justo, más solidario, más bueno. Sólo entonces haremos lo posible para que todo
hijo y toda madre sean ayudados y protegidos durante los meses de embarazo,
cuando comparten una aventura que los une íntimamente.
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