Autor: Fernando Pascual
Los males, desórdenes e
imperfecciones de nuestro mundo serían, según algunos, una prueba suficiente
para declarar que Dios no existe. Porque, piensan, si Dios existe estaría
obligado a producir y conservar un mundo perfecto, en el que no habría ningún
espacio para el mal.
El razonamiento anterior
supone, por un lado, una idea sobre Dios que exige que ese Dios se comporte de
una manera concreta. Por otro, que el mundo que conocemos, lleno de terremotos
y de lágrimas, de crímenes y de traiciones, puede ser mucho más perfecto y
hermoso de lo que es. Intentemos reflexionar brevemente en estos dos
presupuestos.
Creer que Dios está sometido
a pensamientos humanos implica colocarlo bajo un parámetro de medida superior.
En otras palabras, nuestra mente tendría un poder tan grande que podría
legítimamente establecer cómo sería Dios y de qué maneras debería actuar.
En esta perspectiva, la
existencia de Dios incluiría la máxima perfección, y esa perfección exigiría
unas acciones divinas tan maravillosas que el mundo de sequías, epidemias y
guerras que conocemos no existiría. Como nuestro mundo, por desgracia, está
lleno de imperfecciones, se concluye que Dios no existe.
Este modo de pensar adolece
de dos errores. El primero consiste en suponer que somos la medida de Dios: Él
quedaría sometido a nuestros conceptos e ideas.
Los antiguos, en cambio,
había llegado a la conclusión opuesta: si Dios existe y es perfecto, supera en
mucho nuestro modo de pensar, y se convierte (así lo explicaba Platón) en la
medida de todas las cosas; también de nosotros, pequeñas creaturas en un
universo inmenso. Por lo mismo, Dios está más allá de todo lo que podamos
pensar o decir de Él.
La fórmula de san Agustín, “si
lo has comprendido, no es Dios” vale siempre. Vale también para cuantos creen,
erróneamente, que son ellos quienes determinan cómo sea Dios y en qué manera
deba actuar porque suponen, erróneamente, haberlo comprendido plenamente.
El segundo error es más
complejo. ¿Qué se entiende por un mundo perfecto? ¿Con más o con menos calor?
¿Con más o con menos planetas? ¿Con más o con menos mosquitos? La lista de
parámetros que podrían ser cambiados según el criterio de “lo perfecto” es
enorme.
Al mismo tiempo, las
perspectivas y modos de pensar de la gente de ayer y de hoy es tan diferente,
que habría tantos mundos “perfectos” como científicos, políticos, economistas,
filósofos y hombres y mujeres de todas las maneras de pensar y de escoger,
según explicaba Roberto Timossi en un libro publicado el año 2009 con el título
italiano “L'illusione dell'ateismo”.
Para algunos el mundo
perfecto sería más caliente, y para otros más frío. Para unos permitiría vivir
hasta los 90 años mientras que para otros provocaría la “muerte dulce”
(eutanasia obligatoria) de todos a los 60 años. Para unos dominaría su raza y
para otros la suya. Para
unos se hablaría un único idioma y para otros se conservarían cientos y cientos
de idiomas desaparecidos a lo largo de los siglos.
Podemos de nuevo recordar a
algunos pensadores del pasado que comprendieron, con menos microscopios pero
con gran sentido común, que un mundo material no puede nunca ser perfecto
porque la materia está siempre abierta a diversas posibilidades, y porque la
contingencia y lo imprevisto es parte integrante de un mundo como el nuestro (y
no conocemos otro).
Además, la libertad humana
exige, por su misma naturaleza, estar abierta a escoger entre un acto y el
contrario, con lo que ello implica para el bien y para el mal. Si escogemos
correctamente, brilla “algo” de bondad y de perfección (frágil, pero
perfección) en nuestro planeta y en el universo entero. Si escogemos
erróneamente, desde egoísmos despiadados o desde odios profundos, el mal avanza
y los daños pueden ser más o menos dolorosos para otros.
Un mundo así, ¿es
incompatible con Dios? ¿No deberíamos más bien suponer que este mundo no
contradice para nada la bondad y la perfección de Dios, sino que simplemente es
así porque es así? Dios, ciertamente, podría haberlo hecho de otra manera, con
más animales de un tipo y menos plantas de otro, con más o menos estrellas,
pero sus opciones no pueden ir en contra de lo propio de la materia (su
caducidad), ni en contra del riesgo (o aventura, como se prefiera) de lo que
deciden cada día hombres y mujeres libres.
Tenemos el mundo que tenemos.
Juzgar a Dios porque no nos gusta no resulta sensato. Lo más correcto es
preguntarnos: ¿qué quiere de nosotros ese Dios que nos ha creado y puesto en
este mundo? ¿Cuáles son nuestras responsabilidades respecto de Dios y respecto
de los hombres y mujeres que viven a nuestro lado? ¿Qué sentido tiene nuestra
existencia temporal y frágil? ¿Qué ocurrirá más allá de la muerte?
Son las preguntas correctas
que pueden orientar nuestras decisiones. Si contestamos bien, si comprendemos
(a veces entre tinieblas) un poco mejor el sentido profundo del vivir humano,
si permitimos a Dios que limpie nuestro corazón de todo mal, seremos entonces
capaces de tomar decisiones más ponderadas, desde un amor concreto a la verdad
y a la justicia.
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