22 de junio de 2015

¿Existen los errores evolutivos?



Autor: Fernando Pascual

Imaginemos por un momento los millones de cambios genéticos que se producen entre los seres vivos a lo largo de siglos y de milenios. Gracias a esos cambios, según un modo de entender el evolucionismo, sería posible explicar la evolución de las especies.

Entre esos cambios genéticos, algunos son vistos como “positivos” y otros como “negativos”. Serían positivos aquellos cambios que favorecen al individuo, al dotarlo de algunas características que lo hacen más apto para la vida. Serían negativos aquellos cambios que perjudican al individuo, por hacer que tenga algún defecto que pone en peligro su supervivencia.

Si, además, los cambios genéticos se pueden transmitir de padres a hijos, parecería obvio que los cambios positivos durarían más en el tiempo, mientras que los cambios negativos terminarían pronto: con la muerte del individuo en cuestión o de sus herederos, si éstos hubiesen recibido la característica negativa de sus padres.


En esta perspectiva colocamos la siguiente pregunta: ¿es correcto hablar de cambios “positivos” y de cambios “negativos”? En otras palabras, ¿existen errores y aciertos evolutivos?

Formular la anterior pregunta supone reconocer en los cambios genéticos una especie de bifurcación. Algunos serían mejores, otros peores. Pero ese modo de hablar, ¿respeta lo que es propio del método científico o supone añadir una perspectiva valorial a la hora de juzgar los diferentes cambios?

No es fácil dar con la respuesta. Intentemos mirar la cuestión desde la perspectiva de la verdad y del error en la vida cotidiana y en la investigación científica.

En nuestra vida ordinaria aceptamos como correctas ciertas informaciones que luego, con el pasar del tiempo, se desvelan como falsas. Mientras las aceptábamos estábamos en el error. Cuando descubrimos la verdad, “progresábamos”.

Por su parte, los investigadores saben que han existido y que existen en el mundo miles de teorías. Unas quedan descartadas como falsas, como erróneas, desde observaciones y experimentos nuevos. Otras quedan confirmadas, al menos durante largos periodos de tiempo, como verdaderas, si bien corregibles a lo largo de la marcha humana que también caracteriza el método científico.

Parece claro que en el ámbito de las creencias ordinarias y de las teorías científicas existe una mejorabilidad, que se consigue cuando queda descubierto y superado lo erróneo y se comprueba y consolida lo verdadero.

Volvamos nuevamente a nuestra pregunta: ¿es correcto aplicar lo anterior a las mutaciones genéticas: unas serían “erróneas” y “negativas” y otras “positivas” (y quizá incluso “verdaderas”)?

Aquí radica uno de los temas más complejos de la investigación científica: muchas veces, con mayor o menor conciencia, en la mente del estudioso se mezclan datos observados con apreciaciones que van más allá de lo empírico. Por ejemplo, considerar “positiva” una existencia más larga y “negativa” una muerte precoz no es algo que corresponda a la ciencia, sino a ciertos valores y principios que van más allá del microscopio y de las  observaciones realizadas sobre los fósiles encontrados en una excavación arqueológica.

Por lo mismo, hablar de “errores evolutivos” no sería posible si un científico se limitase a recoger y a describir los datos observados, que ofrecen informaciones más o menos precisas, pero no “negatividades” ni “positividades”.

Hablar, por lo tanto, de errores o de aciertos evolutivos es algo que muestra una dimensión antropológica del investigador que supera los datos concretos y que permite elaborar interpretaciones más o menos válidas.

Aquí surgen otras preguntas, que se recogen aquí como apertura a reflexiones futuras: ¿en qué consiste esa dimensión humana que nos permite ir más allá del dato sensible? ¿Por qué no nos limitamos a describir fenómenos sino que deseamos interpretarlos? ¿Qué tipo de validez tienen esas interpretaciones?

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