31 de agosto de 2015

Pantalladicción



Autor: Adolfo Güémez

Una señora amigablemente me manifestó que lo que más le molestaba de su marido es que cuando salían no podían pasar más de cinco minutos sin que consultara su Whatsapp. «El colmo es cuando vamos al cine. ¡Es capaz de sacar el teléfono en el momento más emocionante!»

Yo le respondí que estaba contaminado de una enfermedad muy común: la “pantalladicción”. Se trata de la adicción a las pantallas. Porque éstas se han vuelto verdaderas drogas de las que necesitamos para sobrevivir.

Consiste, esencialmente, en no poder pasar un tiempo más o menos largo sin tener una pantalla enfrente, sea de teléfono, tablet, computadora, televisión, etc.


Toda nuestra vida moderna ha sido invadida por las pantallas.

Desconozco si la sicología ya tiene catalogado este padecimiento. Pero lo que sí sé es que dicha dolencia está causando verdaderos estragos. Y somos muchos los que la sufrimos inconscientemente.

Ya podemos adivinar que a la larga –y a la corta–, esta enfermedad traerá consecuencias muy nocivas a nuestras vidas. Veamos algunas. 

La primera y más grave es la falta de capacidad crítica para juzgar las cosas con profundidad. ¿O no es cierto que nos cuesta mucho reflexionar? ¿Que todo lo queremos ¡ya!, digerido, de inmediato?

Una prueba es que rara vez cuestionamos lo que nos llega por las redes sociales: «¿Cómo lo sabes?» «Me llegó por Facebook…» Y nos quedamos tan tranquilos, sin buscar las fuentes, las razones o la veracidad.

Otra, igualmente grave, es el miedo al silencio, al que vemos como un cáncer del cual huir. No pueden pasar 3 minutos de silencio sin dejar de consultar nuestro celular «por si acaso llegó algo urgente…»

De la misma manera, puede llegar a causar aversión a la oración. No queremos orar porque nos sentimos inútiles. Porque pensamos que no es productiva. «¿Para qué tanto esfuerzo si no veo nada, no siento nada?»

Finalmente, está la angustia que se genera cuando no recibimos una respuesta inmediata a lo que consultamos, sea tan simple como un “hola” o  tan complicado como cerrar un negocio.

Dice el Papa en su nueva encíclica que todo este afán tecnológico ha hecho que nos sea «difícil detenernos para recuperar la profundidad de la vida». Y una vida sin profundidad, no puede ser una vida feliz.

Sin duda las pantallas son buenas, y han traído muchos beneficios, pero no por ello debemos dejar que nos invadan así, sin más.

Las pantallas están para servirnos, no para que nosotros les sirvamos a ellas.

Para lograrlo será indispensable no perder de vista lo siguiente.

1. La auténtica convivencia humana, la que llena nuestro corazón, no se realiza a través de un mensaje de texto, sino cara a cara. Los encuentros personales jamás podrán sustituirse por nada.

¿Hace cuánto que no tienes una conversación profunda, larga, sin distracciones con tu amigo, tu esposo(a), hijo, papá?

¡Apaguemos los celulares en las citas, en las comidas, en las Misas!

2. El silencio es un bien, no un mal.

No me refiero sólo a “no hablar”. ¡Eso no sirve! El silencio es útil sólo porque nos ayuda a encontrarnos con nosotros mismos, con lo que en verdad somos, no sólo con lo que tenemos o hacemos.

Sin silencio no puede haber verdadero autoconocimiento. Y sin autoconocimiento no es posible superarnos.

3. Por último, mucha vida de oración. ¡Cada día más! Porque la oración es la fuente de la alegría, de la plenitud del alma.

Una oración profunda sólo es posible cuando hayamos adquirido el hábito del silencio.

Si muchas personas hoy no pueden rezar, es porque no pueden callar.

Estamos a tiempo de detener esta epidemia. De ti y de mí depende.

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