Autor: Max Silva Abbott
Actualmente se está produciendo dentro del Sistema Interamericano de
Derechos Humanos, un inquietante fenómeno, que hace que muchas veces los países
no tengan claro respecto de qué “derechos humanos” podrían ser juzgados. Lo
anterior, por tres motivos.
El primero es que de acuerdo con lo sostenido por la jurisprudencia de la
Corte Interamericana y la doctrina mayoritaria, los tratados tienen un “sentido
autónomo”, esto es, que el sentido y alcance de los derechos que establecen no
dependen ni de su tenor literal, ni de las intenciones de sus redactores, ni
tampoco de lo que los propios Estados hayan entendido al momento de
suscribirlos, sino que del órgano creado por ese mismo tratado para tutelarlo,
lo que en el presente caso, recae en este tribunal internacional.
El segundo motivo, es que estos mismos tratados son considerados
“instrumentos vivos”, de modo que su interpretación debe adaptarse a las
actuales circunstancias, lo que hace que dicha interpretación sea evolutiva,
dinámica, finalista, sistemática y holística, entre otras características, con
lo cual nuevamente su sentido originario puede cambiar y de hecho ha cambiado
notablemente con el correr del tiempo.
Finalmente, el tercer motivo radica en que de acuerdo con el llamado
principio “pro homine”, es necesario buscar la norma que más proteja o que
menos restrinja los derechos humanos involucrados en un conflicto. De este
modo, la Corte ha considerado que para fundamentar sus fallos, ella puede
acudir a las disposiciones que desde su perspectiva, mejor protejan los
derechos en juego.
Es por eso que ha acudido a tratados universales de derechos humanos, a
otros de alcance regional (sobre todo europeos), a lo fallado por otros
tribunales internacionales (en particular el Tribunal Europeo de Derechos Humanos),
a lo dictaminado por diversos tribunales constitucionales del mundo, a leyes
internas de algún país e incluso al llamado “soft law” internacional, esto es,
un conjunto de documentos no vinculantes de Derecho Internacional
(Declaraciones, Principios, Recomendaciones, etc.). En suma, puede fundamentar
sus sentencias de cualquier modo, quedando a su arbitrio la elección del
material utilizado y también la interpretación del mismo.
Todo lo anterior hace que exista una notable –cuando no absoluta– incerteza
respecto de cómo entenderá este tribunal los derechos humanos en juego en un
litigio que tenga que resolver. Con lo cual no sólo los países podrían ser
condenados en virtud de disposiciones o normas que ellos no han suscrito o
incluso de otros países, sino además, mediante la utilización de
interpretaciones absolutamente imprevisibles.
Pero además, todo lo anterior conlleva que este tribunal estaría juzgando
hechos del pasado con criterios generados muchos años después y por tanto, con
un inaceptable efecto retroactivo. Es decir, los estados serían condenados en
virtud de criterios imprevisibles, con lo cual se hace imposible saber hoy
cuándo se estaría violando un “derecho humano”.
Todo esto ha hecho que algunos hayan dicho irónicamente, que los Estados
tendrían el “deber de predecir” las interpretaciones y dictámenes de este
tribunal, lo cual además de injusto, es absolutamente opuesto al verdadero
espíritu de los reales derechos humanos.
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