Autor: Álvaro Correa
Al asegurar a alguien nuestra palabra, estamos garantizando por nuestra
honradez o reputación que cumpliremos lo dicho. Se trata, en la práctica, de
una promesa de fidelidad asentada sobre nuestro propio honor o dignidad
personal.
Dejar de cumplir lo asegurado por nuestra palabra -salvo por causas de
fuerza mayor- equivaldría a poner en duda nuestro honor y, por lo tanto, a
desmerecer la confianza de los demás.
La educación en la honradez corrió, en primer lugar, por cuenta de nuestra
familia, pero su mayor o menor grado de consistencia ha dependido siempre de
cada quien.
Se trata de una conquista interna, de una actitud personal que debemos
cultivar sin pausa hasta conseguir la virtud.
Bien observaba Jacinto Benavente: “El honor no se gana en un día para que
en un día pueda perderse. Quien en una hora puede dejar de ser honrado, es que
no lo fue nunca”.
En los tiempos que corren brillan con mayor intensidad las personas fieles
a su palabra dada. Ésta viene aplicada en todos los ámbitos de nuestra relación
con los demás.
Entre otros, para acordar una cita de trabajo o de descanso, para comprometerse
a realizar un servicio, para cumplir con un pago, para abrazar libremente un
estado de vida, sea de consagración religiosa o matrimonial, etc.
El hombre da su palabra como mejor prueba de garantía. Por ello es muy
importante que la virtud de la honradez fluya por las venas de nuestra vida
como la sangre misma. Sabiendo, no obstante, que, con la gracia de Dios y la
humildad, es posible remediar nuestros yerros humanos.
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