27 de noviembre de 2017

Pecado como independentismo

Autor: Fernando Pascual

En el corazón de todo pecado hay un veneno independentista, un anhelo de tomar la vida como algo propio, sin ataduras a mandamientos y sin dependencias que se ven como opresoras.

Así ocurrió en el primer pecado, el que marcó la historia de toda la humanidad. Adán y Eva desconfiaron de Dios y escogieron el camino que fue presentado, engañosamente, como una conquista de libertad y de realización personal.

Lo que ocurre, sin embargo, en cada pecado, es que el deseo de independencia y libertad lleva a nuevas esclavitudes. A la esclavitud de la mentira que viene del demonio, de las pasiones que pierden su equilibrio, de las opiniones de un mundo alejado de Dios.


Un camino que inició con sueños de grandeza (“seréis como dioses”) termina con la peor de las esclavitudes: la muerte. El ser humano, hambriento de libertades, empieza a vivir la amargura del dolor, de la soledad, de la injusticia, del egoísmo.

Si el pecado nace de ese deseo de autoafirmación y de independencia, la vida verdadera inicia cuando rompemos con ese deseo malsano y aceptamos una dependencia buena: la de quien, como hijo, acoge a Dios Padre.

Cristo es, en ese sentido, el verdadero liberador, el que rompe el anhelo del pecado y abre las puertas a una vida bella, en casa, como hijos obedientes y abiertos al querer de un Dios Padre bueno.

“Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud” (Ga 5,1). Ya no nos pertenecemos: tenemos un buen Señor, somos de Cristo y en Cristo somos libres (cf. Ga 3,23-29).


La libertad verdadera es la que nos une a Cristo y a los hermanos, y nos otorga la vida auténtica. Rompemos las ataduras del demonio, que nos engañó con un independentismo vano, y empezamos un camino maravilloso, en el que ya no somos siervos, sino amigos (cf. Jn 15,14-15).

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