Autor: Fernando Pascual
Anochece. Ha terminado el trabajo o el estudio. La
televisión susurra o grita desde algún rincón de nuestra casa. Arriba, los
vecinos discuten, como tantas veces. Entramos en nuestro cuarto, encendemos la
luz, nos quitamos los zapatos y miramos al espejo.
Hay momentos en los que nos encontramos con nuestro yo
más íntimo, con ese corazón que ríe cuando encuentra a los amigos y que llora
cuando visita al abuelo o al padre enfermo. Un corazón misterioso, que vive
como enamorado durante horas, días y semanas, y que después se deja encadenar
por un capricho pasajero. Un corazón que podría volar como una gaviota y que se
deja encadenar por la ambición de unos cuantos billetes, tal vez ganados con
algún que otro negocio no muy limpio.
Necesitamos momentos para mirarnos en el espejo. Así
descubriremos si la sonrisa nace llena de paz o si tenemos ojos tristes, sin
ilusiones ni esperanzas. Son momentos para abrir rincones del alma, para ver si
somos tan buenos como dicen los demás o si, por el contrario, escondemos un
poco de egoísmo y un mucho de cobardía o de avaricia.
Hay zonas del corazón que nunca comprenderemos del
todo. Somos más grandes que nuestros zapatos y más pequeños que nuestros
sueños. Somos una ilusión loca que quiere vivir en plenitud y que se ahoga ante
la primera crítica que nos llega como un susurro desde lejos. Quisiéramos amar
a la familia, a los amigos, a los pobres del barrio, y no somos capaces de
dedicar cinco minutos para escuchar la historia del vecino que pide un poco de
atención y de consuelo.
Ya estamos en la cama. Los vecinos han dejado de discutir. Tal vez
en otro piso se escucha el ruido de un mueble en movimiento. La televisión ha
dejado de escupir imágenes y de lanzar al viento canciones o consejos. Apagamos
la luz. Nuestra
almohada no nos dice nada. El silencio nos lleva poco a poco al sueño, o tal
vez nos recuerda que hoy no fuimos buenos.
Mañana, tal vez, las prisas serán la cárcel de
nuestros ideales. O, quizá, el corazón gritará que nacimos para amar, no para
morir marchitos entre los muros grises de una fábrica triste y soñolienta.
La vida corre veloz, mientras el alma de un niño juega
a ser grande y bueno, a salvar doncellas y a matar dragones. El niño que fuimos
no ha muerto del todo. Pide sólo un poco de silencio y de respeto. Si le
miramos a los ojos, en un espejo, descubriremos que todo puede ser distinto,
que el mundo cambiará un poco a nuestro alrededor si lo queremos, que el bien
puede triunfar entre mis manos, que Dios me da una nueva oportunidad para volar
más alto y más lejos...
No hay comentarios:
Publicar un comentario