Autor: Álvaro Correa
Querer que nuestra vida
siga una línea ascendente, saltando de triunfo en triunfo, sin perturbación
alguna, resulta poco menos que un sueño irreal. Nuestra naturaleza no es
angelical, sino hermosa y dramáticamente humana.
Con el don divino de
nuestra existencia inicia la carrera personal de la superación y de ese
esfuerzo ininterrumpido para lograr todo aquello que nos propongamos, sea tan
sencillo como atarse los zapatos, sea tan grandioso como el amar y entregarse
entrañablemente al bien de la propia familia.
Para ello, es de vital
importancia contar con el motor encendido de motivaciones suficientes que nos
impulsen a lograr lo mejor de nosotros mismos, aprovechando las ocasiones
favorables y venciendo las dificultades que se presenten en el camino.
Debemos contar con ánimo
juvenil, con ilusión renovada, con el optimismo de quien sabe que la vida es siempre
una posibilidad abierta.
Es cierto que el desaliento
se puede presentar porque no siempre logramos estar a la altura de nuestras
metas o de las expectativas ajenas. Y su influjo, bien lo sabemos, se hace
sentir pesadamente.
El desaliento nos arrebata
el ánimo, enrarece el aire que respiramos, entenebrece los horizontes y toca
con dedos envenenados las arterias de nuestra alma y corazón. Alguien afirma
que el desaliento es la razón de la gran mayoría de los fracasos humanos.
Recemos cada día con
fervor para que Dios nos conceda la ilusión que abraza toda existencia humana y
para que el desaliento se quede en tentación vencida.
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