Autor: Julio Muñoz
Con todo, este «rollo» podrá parecernos más o menos lejano y más o menos misterioso, pero el hecho está en que la vida del católico y de la misma Iglesia (por lo que se refiere sobre todo a los efectos sanadores y salvíficos de los sacramentos), no se entiende al margen de este gran misterio según el cual venimos todos al mundo de alguna manera marcados por aquella tragedia.
No hablamos aquí de la esencia del mal y del pecado (la soberbia), ni de nuestras opciones libres por el mal (pecados personales). La pregunta versa sobre esa especie de mancha de nacimiento con la que venimos al mundo antes si quiera de poder hacer uso de razón. El gran misterio del pecado original está en la transmisión de aquél pecado primero al resto del género humano. Juan Pablo II afirmaba durante una catequesis del 86 que estamos vinculados al pecado de Adán (y a las consecuencias tan dolorosas por las que el Papa nos pide oraciones), como lo estamos «a la decisión de uno que es cabeza de una estirpe» --en nuestro caso, la raza humana, que es nuestra especie. Si bien esta doctrina ha formado parte de nuestro credo desde el principio, la primera vez que la Iglesia se pronunció formalmente sobre la universalidad y el carácter hereditario del pecado de nuestros primeros padres fue en el año 418, durante el Sínodo XV de Cartago. Desde entonces nuestros pastores han explicado este deseo soberbio de autonomía frente a Dios como congénito a la naturaleza humana.
Y es aquí donde entra el ombligo. Este pequeño orificio, congénito a nuestra especie, de algún modo nos recuerda que compartimos una naturaleza física (cuerpo humano) y espiritual (alma humana). Por otra parte, si es evidente que entre nosotros se da una comunión de realidades sensibles, buenas y malas (bienes de consumo, alegrías, tristezas, enfermedades), ¿no nos dice esto algo sobre una posible comunión de bienes no-sensibles pero igualmente reales, a nivel del alma? ¿O es que nuestra fe no cree en la comunión de los santos? Piénsalo un poco. Tal vez mirarte al ombligo y pensar en una misma naturaleza, te ayude a penetrar una pizca en ese gran misterio según el cual la decisión de un espíritu humano libre, miembro de nuestra especie, «cabeza de estirpe», nos afecta a todos. Piensa también que por comulgar de esta naturaleza, de sus bienes y sus males, tienes derecho a participar de los bienes de la humanidad de Cristo, nuevo Adán. ¡En Cristo, Dios ha querido tener un ombligo como el tuyo! Por esta comunión de bienes y males que existe entre los hombres, la naturaleza humana de Cristo ha sanado la nuestra y la de todos aquellos hombres y mujeres por los que el Papa nos pide oraciones, incluidos tú y yo. Esta es nuestra fe, ¿lo crees tú?
Y es aquí donde entra el ombligo. Este pequeño orificio, congénito a nuestra especie, de algún modo nos recuerda que compartimos una naturaleza física (cuerpo humano) y espiritual (alma humana). Por otra parte, si es evidente que entre nosotros se da una comunión de realidades sensibles, buenas y malas (bienes de consumo, alegrías, tristezas, enfermedades), ¿no nos dice esto algo sobre una posible comunión de bienes no-sensibles pero igualmente reales, a nivel del alma? ¿O es que nuestra fe no cree en la comunión de los santos? Piénsalo un poco. Tal vez mirarte al ombligo y pensar en una misma naturaleza, te ayude a penetrar una pizca en ese gran misterio según el cual la decisión de un espíritu humano libre, miembro de nuestra especie, «cabeza de estirpe», nos afecta a todos. Piensa también que por comulgar de esta naturaleza, de sus bienes y sus males, tienes derecho a participar de los bienes de la humanidad de Cristo, nuevo Adán. ¡En Cristo, Dios ha querido tener un ombligo como el tuyo! Por esta comunión de bienes y males que existe entre los hombres, la naturaleza humana de Cristo ha sanado la nuestra y la de todos aquellos hombres y mujeres por los que el Papa nos pide oraciones, incluidos tú y yo. Esta es nuestra fe, ¿lo crees tú?
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