5 de julio de 2013

El rollo ese del pecado original… y mi ombligo


Autor: Julio Muñoz

Hace unos días el Santo Padre, durante la solemnidad del Corpus Christi invitó a la comunidad entera de la Iglesia a unirse en oración por «cuantos en diversas partes del mundo sufren las nuevas esclavitudes y son víctimas de las guerras, trata de personas, narcotráfico y del trabajo esclavo, por los niños y mujeres que padecen todo tipo de violencia, así como por los que viven en la precariedad económica, sin empleo, ancianos, inmigrantes, sin techo, encarcelados y marginados». Pero, Santo Padre, Dios es bondad suma, ¿por qué tanto dolor? Los cristianos damos igualmente la misma respuesta: «es culpa del pecado original». Y creo que la mayor parte de nosotros permanecemos igualmente insatisfechos. Al fin y al cabo, que nuestros primeros padres hayan metido la pata, vale, pero, ¿qué tengo yo que ver con la manzana que se comieron mis primeros padres hace miles de años? O Dios es cruel o este rollo del pecado original, sencillamente, no es verdad.

Con todo, este «rollo» podrá parecernos más o menos lejano y más o menos misterioso, pero el hecho está en que la vida del católico y de la misma Iglesia (por lo que se refiere sobre todo a los efectos sanadores y salvíficos de los sacramentos), no se entiende al margen de este gran misterio según el cual venimos todos al mundo de alguna manera marcados por aquella tragedia.

No hablamos aquí de la esencia del mal y del pecado (la soberbia),  ni de nuestras opciones libres por el mal (pecados personales). La pregunta versa sobre esa especie de mancha de nacimiento con la que venimos al mundo antes si quiera de poder hacer uso de razón. El gran misterio del pecado original está en la transmisión de aquél pecado primero al resto del género humano. Juan Pablo II afirmaba durante una catequesis del 86 que estamos vinculados al pecado de Adán (y a las consecuencias tan dolorosas por las que el Papa nos pide oraciones), como lo estamos «a la decisión de uno que es cabeza de una estirpe» --en nuestro caso, la raza humana, que es nuestra especie. Si bien esta doctrina ha formado parte de nuestro credo desde el principio, la primera vez que la Iglesia se pronunció formalmente sobre la universalidad y el carácter hereditario del pecado de nuestros primeros padres fue en el año 418, durante el Sínodo XV de Cartago. Desde entonces nuestros pastores han explicado este deseo soberbio de autonomía frente a Dios como congénito a la naturaleza humana.

Y es aquí donde entra el ombligo. Este pequeño orificio, congénito a nuestra especie, de algún modo nos recuerda que compartimos una naturaleza física (cuerpo humano) y espiritual (alma humana). Por otra parte, si es evidente que entre nosotros se da una comunión de realidades sensibles, buenas y malas (bienes de consumo, alegrías, tristezas, enfermedades), ¿no nos dice esto algo sobre una posible comunión de bienes no-sensibles pero igualmente reales, a nivel del alma? ¿O es que nuestra fe no cree en la comunión de los santos? Piénsalo un poco. Tal vez mirarte al ombligo y pensar en una misma naturaleza, te ayude a penetrar una pizca en ese gran misterio según el cual la decisión de un espíritu humano libre, miembro de nuestra especie, «cabeza de estirpe», nos afecta a todos. Piensa también que por comulgar de esta naturaleza, de sus bienes y sus males, tienes derecho a participar de los bienes de la  humanidad de Cristo, nuevo Adán. ¡En Cristo, Dios ha querido tener un ombligo como el tuyo! Por esta comunión de bienes y males que existe entre los hombres, la naturaleza humana de Cristo ha sanado la nuestra y la de todos aquellos hombres y mujeres por los que el Papa nos pide oraciones, incluidos tú y yo. Esta es nuestra fe, ¿lo crees tú?

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