22 de julio de 2013

El celibato sacerdotal, ¿incomprensible?

Autor: Fernando Pascual

Cada promesa toca al hombre en lo más profundo de su ser. Desde el niño que dice a sus padres que en una semana no volverá a molestar a su hermanito hasta el abuelo que se decide, finalmente, a dejar de fumar, todos somos capaces de prometer.

Hay promesas que engloban de un modo particular a quienes las hacen. Son las promesas de los que se casan, las promesas de los que se consagran a Dios como religiosos o en otras formas de entrega a Dios en la Iglesia, y las promesas de los sacerdotes.

No todos, sin embargo, cumplen sus promesas. Por eso fracasan algunos matrimonios, o algunos religiosos dejan los hábitos, o algunos sacerdotes abandonan la parroquia y se casan. Unos y otros pueden dejar una profunda huella de dolor y de desconfianza, pues quien ha fallado a una promesa solemne, si es culpable, tal vez mañana volverá a incumplir nuevos compromisos adquiridos.

Por eso es importante entender lo que significa hacer una promesa “para toda la vida”. Los novios, a lo largo de los meses o años de preparación para el día de bodas, se dan cuenta de que sus vidas van a cambiar radicalmente. Si se aman, están dispuestos a aceptar todos los riesgos. Si el amor es total y fiel, viven con esa especial alegría que suele rodear a los recién casados durante las primeras semanas, y, ojalá, durante meses o años.

Igualmente, cuando un chico o una chica descubren que Dios les llama a una vida de consagración, saben que pueden decir “sí” o pueden decir “no” a esa invitación de Dios. Pero el “sí” sólo será posible si se descubre la belleza de Dios, su amor, su cercanía. Las promesas o votos de quienes dan el “sí” se hacen normalmente, al inicio, por uno, dos o tres años, como momento de prueba. Luego, cuando el amor ha madurado, se llega a la promesa total, “por toda la vida”, es decir, con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la mente, para que Dios pueda contar con el religioso o la religiosa, para llevar su amor a otros hombres y mujeres (en escuelas, hospitales, o monasterios). Sin condiciones, sin límites de tiempo, como es el verdadero amor.

Algo parecido ocurre cuando Dios llama a un joven al sacerdocio en la Iglesia católica de rito latino. Dios invita de un modo discreto, respetuoso, como al joven rico del Evangelio. No impone, no obliga. Cada uno de los que han sido elegidos saben que pueden decir “sí” o “no”. Luego, muchos jóvenes dedican 6 ó 7 años de preparación en el seminario antes de su ordenación, para comprobar verdaderamente que Dios les llama, y para estar en condiciones de dar un “sí” definitivo, maduro y responsable. El día de la ordenación diaconal, necesaria antes de llegar al sacerdocio, se emiten las promesas, y, entre ellas, la promesa del celibato: ser fieles a Dios y a la Iglesia hasta la muerte. Ser fieles porque el sacerdote ama a Dios y a los demás, sin límites de clases sociales, de tiempos, de lugares.

Desde luego, el celibato, la renuncia al matrimonio, no es algo fácil. Casi todos los hombres tenemos en el corazón ese deseo de formar una familia, de vivir con una esposa, de acariciar los cabellos de los hijos. Entonces, ¿por qué la Iglesia pide a los sacerdotes de rito latino que hagan la promesa del celibato?

Es importante recordar que el celibato en su raíz es un carisma, y como ley no viene directamente de Cristo, sino de la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia, basándose en el ejemplo del mismo Cristo, que para cumplir su misión eligió para sí mismo el celibato, ha vivido durante siglos este carisma. Si no se descubre que el celibato nace directamente del ejemplo de Cristo, es imposible comprenderlo, como será imposible comprender el que un ingeniero, un arquitecto, un profesionista, un día dejen todo para servir a los pobres y a los marginados...

¿Y qué ocurre cuando un sacerdote, o incluso un obispo, no es capaz de ser fiel a sus promesas? Pues ocurre lo mismo que cuando un matrimonio fracasa: todos sentimos un profundo dolor. Si los hijos sufren cuando sus padres se divorcian, también muchos cristianos normales sienten el dolor de ver que su párroco un día les deja, y se va con una joven o una señora. Es un dolor profundo, pero que debe estar acompañado de respeto. Es un dolor realista: puede pasar, ha pasado, y, seguramente, volverá a pasar.

En temas como este es necesario darnos cuenta de que tocamos una realidad que quizá no comprendemos del todo. La vocación sacerdotal es un misterio que arranca de Dios. Si no llegamos a tener una idea correcta sobre quién es Dios, o si pensamos que el ser humano es como una marioneta que hoy dice “sí” y mañana dice “no”, con la facilidad con la que uno cambia de zapatos, el celibato será una “cuestión discutida” públicamente, pero en un contexto que no es capaz de llegar a lo más profundo del problema.

La pregunta fundamental no es: ¿no deberían casarse los sacerdotes?, sino que es: ¿Cristo era Dios o no? Si Cristo era Dios, y si fundó la Iglesia, y si por medio del Papa y de los obispos ha pedido a los sacerdotes de rito latino que vivan la promesa del celibato, la respuesta no puede ser otra que la de respetar este misterio y apoyar, con la oración, a nuestros sacerdotes, es decir, a quienes quieren amar con un sí total al Dios que les ha amado de un modo muy particular.

En cierto sentido, la fidelidad a Dios de los sacerdotes es un apoyo fundamental a la fidelidad que los esposos cristianos se han prometido por amor, y que sólo podrán vivir si se aman en profundidad, como el sacerdote busca ser fiel a sus promesas porque ama a Dios y se deja amar por Dios.

El celibato, por lo tanto, no es “el problema”. Cristo, hoy como siempre, invita a muchos llamados al sacerdocio a aceptarlo por amor. La fidelidad será posible con Él. Y la alegría de quien sabe amar y ser coherente en el amor es algo que hoy necesitamos quizá con más urgencia que nunca.

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