Autor:
Celso Júlio da Silva
Ser
cristiano implica una constante búsqueda de Dios y de su ayuda para huir del
pecado y vivir en la gracia que sólo Él nos puede dar. La gracia solamente
llega a nuestras almas cuando nuestras rodillas experimentan el reclinatorio de
un confesionario y la caricia de Dios que exclama después de nuestras lágrimas:
“¡vete en paz! Tus pecados han sido perdonados”.
Sin
la gracia no podemos comer el Cuerpo del Señor en la Eucaristía, pues estando
el alma en tinieblas, es imposible reconciliar en el jardín de nuestra alma Luz
y oscuridad, Jesús y pecado.
Recuerdo
una ocasión en que tuve que explicar esto en una catequesis para niños y no fue
cosa de coser y cantar. Entonces se me ocurrió contarles la siguiente historia.
Todas
las noches antes de acostarse una chiquilla esperaba que su padre se acercase a
la cama y le diese un beso en la frente deseándole buenos sueños. Mientras su
padre no llegaba, no pegaba ojo.
Una
noche llegó su papá y, acercándose para dar el beso de costumbre, sintió
bruscamente la mano tierna y pequeña de su hija apartándole de su rostro. El
padre entonces preguntó sorprendido: “hija, ¿qué te pasa?”. Y la pequeña
contestó: “hoy no quiero tu beso, pues tu boca ha estado sucia de palabrotas”.
¡Qué chiquilla valiente! A su vez, el papá aprendió la lección.
Aquella
noche fue diversa de todas las otras. No hubo el beso de costumbre de amor y de
cariño, porque el padre aprendió que el amor no son solamente palabras y besos,
sino obras y sacrificios, como el sacrificio de controlar por amor su lengua, y
siempre agradecer y bendecir a Dios por todo.
Tristemente
Cristo nos puede estar diciendo: “¡hoy no quiero tu beso! Primero ve a
confesarte y pedir perdón con humildad por tantas cosas malas que has hecho
contra mí y contra tu hermano”.
Somos
inevitablemente como el papá, que a veces pecamos, erramos y decimos o hacemos
cosas que desagradan el corazón de Dios. El mejor gesto -no hay otro secreto- es
pedir disculpas, confesarnos, enmendarnos y seguir luchando ayudados por la
gracia de Dios.
Estamos
convencidos de que la santidad es un camino que consiste en
caer y levantarnos con amor y humildad.
Cuentan
que san Jerónimo tenía un carácter fogoso y llevaba una vida ascética ardua.
Entonces el Señor le preguntó al final de la vida: “Jerónimo, ¿qué quieres
ofrecerme que sea tuyo?”. Y Jerónimo contestó: “Jesús, ya te he ofrecido tantas
cosas: la traducción de la Biblia, toda mi vida de sacrificios, oraciones,
mortificaciones, el control de mi temperamento…Ya te he dado todo lo que es
mío!”. Y Jesús replicó: “Jerónimo, todo esto que me has ofrecido no es tuyo. Si
tú no tuvieses mi gracia, no habrías hecho nada de lo que has hecho. Dame algo
que sea tuyo”.
El
anciano pensó un poco y respondió humildemente: “Señor, siendo así, te ofrezco
mi pecado y mi miseria, esto sí que es mío”. Jerónimo besó el corazón de Dios
cuando reconoció que sólo el pecado le pertenecía y que todo lo demás era
gracia de Dios.
Esta
anécdota no significa que Dios colecciona pecados en el cielo. ¡No es esto!
Significa que si reconocemos que pecamos y que necesitamos misericordia,
entonces nunca escucharemos de la boca de Dios: “ ¡hoy no quiero tu beso!”.
Cada Eucaristía, cada confesión y contacto personal con Jesús será un: “entra
en el gozo de tu Señor, siervo bueno y fiel”. Sólo se necesita una buena dosis
de humildad. Nada más.
Pensemos
en esto y, ayudados por la gracia, cooperemos con Dios nuestro Señor en este
camino de santidad al que estamos llamados. Demos un beso a Cristo con el
testimonio de nuestra vida y con nuestra fidelidad de cada día. Es el mejor y
más auténtico beso que debemos ofrecerle.
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