Autor: Max Silva Abbott
Seguramente, nuestra época tenga los
niveles de individualismo y ensimismamiento más altos de toda la historia –y
con amplias posibilidades de crecer en el corto plazo–, tanto por una serie de
ideas que se han esparcido respecto de la felicidad humana (que abogan por una
creciente, cuando no obsesiva preocupación por el “yo”), como por la
tecnología, que como un imán, nos atrae cada vez más, evitando que
interactuemos con otros, al menos directamente, o si se prefiere, en el mundo
“real”.
Ahora bien, parece claro que una
situación como esta influirá notablemente en las relaciones humanas, al punto
que diversas actitudes que se han hecho comunes hoy, resultarían inexplicables,
cuando no demenciales, para épocas pasadas. Así por ejemplo, pasar horas frente
a una pantalla, sea de televisor o de ordenador, o mantener fluidas conversaciones
por WhatsApp, no cabrían en la cabeza de quienes nos han precedido.
Sin embargo, el asunto no es ni tan
simple ni tan inocuo. Ello, porque en un mundo en que el otro es cada vez más
distante o incluso –aparentemente– innecesario, se corre el riesgo de caer en
una especie de solipsismo que dificulta enormemente las relaciones humanas.
Ello, no solo porque en estos vínculos –cuando los hay– mediados por la
tecnología no estamos tratando de verdad con los demás, sino también, porque
tampoco nos mostramos realmente como somos, generándose así diálogos no solo
mucho más incompletos, sino además, más o menos ficticios.
Con todo, el problema más grave es la
paulatina pero creciente indiferencia que se va generando entre las personas:
tan metidos estamos en nuestras cosas, que los demás pasan a ser extraños,
cuando no seres molestos que interrumpen nuestro ensimismamiento. Y de ahí a no
importarnos lo que le ocurra a los que tenemos cerca, no hay más que un paso.
Es esto, precisamente, lo que explica
este notable desdén que hoy existe entre unos y otros, lo cual puede llegar y
de hecho ha llegado a extremos peligrosos. No otra cosa parece explicar el
notable y creciente rechazo hacia quienes molestan, necesitan ayuda o incluso
generan demasiados gastos para su manutención.
De ahí que entre otras cosas, la
mentalidad eutanásica o abortista vaya esparciéndose de manera creciente ante
–o mejor dicho, producto de– nuestra indiferencia, al punto que cada vez es más
común, para justificar estas situaciones, el argumento de por qué habría que
molestarse por otro, o de por qué sería necesario postergarse en pos del bien
de los demás. En suma, de si existirá alguna razón tan importante que
justifique verse forzado a salir de este espléndido aislamiento al que nuestro
mundo nos lleva y del cual cuesta cada vez más salir.
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