Autor: Fernando Pascual
Ser
“incluyente” está de moda. Porque, según muchos, ser “incluyente” (o inclusivo)
implica apertura, tolerancia, espíritu de respeto, capacidad de diálogo:
virtudes fundamentales para vivir en una sociedad pluralista.
En esta
perspectiva, quien es incluyente no pone fronteras, sino que establece puentes.
No cierra la mano, sino que la ofrece con franqueza a todos. No insulta al
diverso, sino que lo respeta. No condena, sino que comprende.
Ser
“excluyente”, en cambio, sería lo malo, lo que ha de ser evitado como fuente de
intolerancia, de conflicto, de cerrazón intelectual. Quien es excluyente
condena, desprecia, insulta, rechaza al que piensa de otra manera, al que defiende
otra doctrina, al que reza de un modo distinto del propio.
Algunos
aplican estos términos a la Iglesia católica para juzgar su modo de existir en
un mundo globalizado. Por eso es fácil encontrar a quienes acusan al Papa, a
los obispos, a algunos o a muchos católicos de ser “excluyentes”. Es decir, hay
quienes piensan que la Iglesia se atrinchera en actitudes que llevan a levantar
muros en vez de construir puentes, cuando la sociedad necesitaría lo opuesto:
menos fronteras y más pasaportes para todos.
Los que
abanderan estas críticas desean y trabajan por conseguir una Iglesia más
“incluyente” (o inclusiva); una Iglesia que esté abierta al pluralismo, enemiga
de actitudes dogmáticas e inquisitoriales, respetuosa hacia las otras
posiciones religiosas o filosóficas, incapaz de repetir excomuniones y condenas
propias del pasado.
En esta
propuesta se esconden, sin embargo, confusiones y errores importantes. En
primer lugar, porque no es correcto reducir el modo de considerar a la Iglesia
según parámetros puramente sociológicos, o según criterios que nacen de las
distintas corrientes ideológicas.
Es cierto
que la Iglesia tiene una dimensión humana y social muy visible. Es cierto que
la Iglesia camina en la historia y está formada por hombres y mujeres concretos.
Es cierto que pueden darse, entre los católicos, actitudes erróneas,
intolerantes, “excluyentes”. Pero ello no nos permite aún conocer cómo es la
Iglesia, cómo se presenta ante el pluralismo moderno, qué criterios usa a la
hora de mirar a quienes no acogen los dogmas cristianos.
La Iglesia
defiende y propone que existe en cuanto querida por Dios, en cuanto fundada por
Cristo. Muchos, desde luego, no aceptarán estas afirmaciones. Pero no podemos
impedir a la Iglesia que reconozca y que defienda su propia identidad y que
hable con franqueza a los hombres y mujeres de nuestro tiempo desde lo que ella
siente de sí misma. Lo contrario sería engaño, lo cual es uno de los mayores
enemigos para un diálogo auténtico.
Desde el
reconocimiento de su misión, desde el respeto al mensaje que Cristo predicó
entre los hombres, la Iglesia busca ofrecer su doctrina y su vida interna a
quienes la acepten. Los que no crean, los que no quieran vivir según las enseñanzas
del Evangelio, quedan fuera por decisión propia: son ellos quienes se
“autoexcluyen”. La Iglesia les respetará en su elección, pues nadie puede
decidir contra su conciencia. Pero no por ello dejará de ofrecerles una puerta
abierta por si alguna vez deciden libremente entrar para ser “incluidos” en el
número de los que creen en Cristo Salvador.
Sería paradójico,
sería incluso irrespetuoso, que la Iglesia dijese a los que no la aceptan como
ella se presenta: “¿No crees que Cristo fundó la Iglesia? ¿No crees que el Papa
y los obispos exponen la doctrina católica? No te preocupes: puedes entrar en
nuestras iglesias, rezar con nosotros, recibir incluso los sacramentos, si eso
te hace feliz y si así no te sientes excluido”. Respetar la opción de quien no
cree significa tomarlo en serio, sin endulzar una negativa que implica la
imposibilidad de vivir dimensiones que son propias y “exclusivas” de la fe
cristiana.
Lo anterior,
sin embargo, no significa que la Iglesia sea elitista, que predique el
Evangelio a unos y no quiera ofrecer las verdades cristianas a otros. Todo lo
contrario: la Iglesia, desde el Papa hasta el último bautizado, está llamada a
ofrecer a todos, a los que viven en un rascacielos o a los que “malviven” en
una chabola, el mensaje del Amor de Dios revelado en Cristo.
El dinamismo
del amor divino que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5)
lleva a los católicos a compartir el tesoro que tenemos, a ofrecerlo, con
respeto, sin imposiciones, a todos los corazones. De este modo, será posible
avanzar hacia una verdadera y profunda unidad del género humano, hasta que un día,
todos juntos, podamos repetir las palabras que nos enseñó Jesús: “Padre nuestro
que estás en los cielos...”
Entonces
comprendemos que la Iglesia es “inclusivista” en el sentido más profundo de la
palabra. No porque diga que todo vale lo mismo: eso es imposible, y lo entiende
cualquier persona de buena voluntad; sino porque no puede dejar fuera de su
predicación a ningún ser humano, precisamente porque es el mismo Dios quien
desea que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad
(cf. 1Tm 2,4).
La exclusión,
si así podemos hablar, viene de quienes consideran y persiguen a los católicos
como si fuesen miembros de una religión intolerante y llena de falsedades.
Declarar a algo como intolerante y falso es ya un acto de exclusivismo, aunque
luego se aparente lo contrario.
Evitemos,
por lo tanto, un mal uso de los términos “excluyente” e “incluyente” a la hora
de juzgar a la Iglesia. La Iglesia no desea que nadie esté fuera de su seno,
porque no quiere que nadie viva alejado de Dios. Si eso es “inclusivismo”, la
Iglesia es y será siempre, por vocación, incluyente...
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