Autor: Max Silva Abbott
Tal vez una de las características más llamativas de nuestro tiempo sean
las apariencias, que llevan a que la imagen de lo que se ve no coincida, y a
veces para nada, con la realidad, al punto que de ser casi una máscara. Y en el
presente caso, son nuestros sistemas democráticos los que parecen llevarse la
palma.
Veamos. Se supone que la democracia descansa sobre el reconocimiento de la
igual dignidad de los miembros de una sociedad y en virtud de la misma, se
llama a debatir de forma civilizada las diversas posturas que tengan unos y
otros respecto de los más variados temas, triunfando aquella opción que obtenga
las mayorías establecidas de antemano para su aprobación. Sin embargo, además
de lo anterior, este sistema de gobierno presupone, aunque no siempre se diga
expresamente, que las diferentes opiniones que se debaten tienen un fundamento,
o si se prefiere, que obedecen a una cavilación racional de quienes las
propugnan.
Ahora bien, todo lo anterior no solo conlleva un nivel básico de educación
de quienes participan en el debate democrático, sino también un mínimo análisis
de las propuestas que se esgrimen y –digámoslo también– una pizca de interés
por el bien común de la sociedad, a fin de no defender ideas mezquinas o
abiertamente dañinas para el grupo, aunque esto último dé para otra columna.
Sin embargo, si miramos la realidad y no las apariencias de lo que está
ocurriendo hoy, se percibe por desgracia que muchas de las propuestas que se
debaten y aceptan, no provienen de una reflexión sesuda y objetiva del problema
que supuestamente se quiere resolver, sino de la ideología, de las emociones o
incluso de lo que se “huele” en el ambiente y es considerado “políticamente
correcto”.
Y si a lo anterior se añade la cada vez mayor influencia de los medios de
comunicación, que pueden levantar cualquier tema y hacerlo una “necesidad
imperiosa” o por el contrario, no dar cobertura (y en el fondo ocultar)
problemas verdaderamente importantes, surgen poderosas sospechas de si
realmente estamos ante una verdadera democracia.
Se insiste: resulta sorprendente cómo la “opinión pública” actual está
siendo manipulada por diversos factores que hacen que como una veleta, cambie
según los intereses del momento propugnados por diversos grupos minoritarios.
De este modo, disfrazada de legitimidad, casi cualquier cosa puede imponerse a
sociedades enteras, al venir supuestamente del clamor popular.
Finalmente, si a esta grosera manipulación se añade una educación cada vez
más deficiente (al punto que muchos no entienden lo que leen o no poseen los
conocimientos históricos básicos), siendo sinceros, ¿de qué vale la opinión que
se defienda o incluso la que gane, cualquiera que esta sea, si no existe un
mínimo razonamiento serio a su respecto, sino una más o menos camuflada manipulación?
Las estupideces o los errores siguen siendo tales, sin importar si son
propugnados por muchos o pocos, pues aquí se ha dado más importancia al
procedimiento (la emisión de las opiniones) que a su fundamento (su
racionalidad).
Es por eso que en buena medida, nuestras actuales democracias son sólo una
apariencia, al encontrarse las mayorías secuestradas por diversas formas de
manipulación.
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