1 de agosto de 2012

Bañarse por lo menos una vez al año

Autor: Álvaro Correa

Kentucky es un estado central del sureste de los Estados Unidos. Tres grandes ríos empapan sus tierras: el Ohio, el Mississippi y el Kentucky. Estas tres venas naturales surten de agua abundante todas las viviendas. Sin embargo las malas lenguas dicen que la gente del lugar no es muy amante de la higiene personal. Es un comentario que no caerá nada bien a las personas de Kentucky. Es evidente el riesgo de pecar por generalización. Justos pagan por pecadores. No obstante, para poner a todos en regla con la higiene ha saltado la ley que sanciona a quien no se bañe al menos una vez al año. ¡Todos a bañarse por ley!

Evitaremos curiosear cómo se arreglarán las autoridades para verificar el cumplimiento de esta ley. Uno cree imposible que una persona no se bañe al menos una vez al año. ¡Qué sucio tiene que estar alguien sin enjabonarse después de doce meses! ¿Sería capaz de aguantarse a sí mismo?

Kentucky significa “pradera” en lengua de los iroqueses, un pueblo indígena de América septentrional. Pues bien, por esa pradera corre al galope la ley de la higiene. Va a la caza de los malos olores, quiere exiliar el desaseo personal y enarbola la bandera de la distinción para todos los moradores del lugar. Dichosos los ciudadanos de Kentucky que tienen alguien que los ayude a ser limpios.

Pero el hombre no es solo cuerpo. Tiene su alma que también se ensucia en el trajín de cada día. La nueva ley de “bañarse al menos una vez al año” habría que entenderla en su sentido no solo corporal, sino también espiritual. El cuerpo y el alma necesitan su dosis de agua y de jabón, piden su tiempo para darles un aseo debido, fresco y saludable. ¿Sólo una vez al año? Este plazo es un límite máximo de supervivencia. ¿Quién puede aguantar tanto tiempo?  El malestar del cuerpo y del alma nos avisa de inmediato que no se puede esperar demasiado con la suciedad a cuestas.

El invento del jabón se remonta a varios siglos atrás. El escritor y científico Plinio el Viejo, perteneciente al siglo I de la era cristiana, describe varios tipos de jabones que las mujeres usaban para limpiar sus cabellos y para teñirlos de colores brillantes (rutilandis capillis). Con el pasar del tiempo y la sabia pericia de los químicos la técnica de producción ha evolucionado y mejorado. Hoy el jabón se produce por toneladas y con innumerables colores, perfumes y presentaciones diversas. Las compañías lanzan al mercado nuevas variedades y combinaciones en una fiera competición comercial. El más reciente que vi era un jabón Palmolive con extractos de camomila -para reavivar el brillo del cabello- y de miel de acacia -conocida por sus propiedades nutritivas-. No nos podemos quejar de escasez o falta de inventiva.

El jabón del alma se llama gracia de Dios y no fue inventada. No está a la venta: es gratis. Su perfume es único; la tradición de la Iglesia lo llama: el bonus odor Christi (el buen olor de Cristo). Es un jabón perfumado con el amor sacrificado de un Dios que viene a borrar las manchas del alma que se llaman pecado. Es un jabón tonificante, fino, íntimo y dulce que no se queda en la superficie. La gracia penetra el alma y la eleva hasta la pureza de los hijos de Dios. Limpia las intenciones, purifica los hábitos, blanquea las actitudes, asea de tal manera el corazón y el alma del hombre que pueden ser digna morada del Señor de los cielos y de la tierra. La Iglesia también ha sancionado la ley de que “al menos una vez al año” esta gracia de Dios limpie el alma de cada cristiano por medio de la confesión.

¡Es tan agradable tener el cuerpo y el alma limpios! Conviene recurrir al jabón material y espiritual. Nosotros seremos los primeros beneficiados. Los demás agradecerán nuestra presentación externa digna y el bonus odor Christi de nuestra alma.

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