22 de agosto de 2012

Biblia y revelaciones privadas

Autor: Fernando Pascual

¿Cómo examinar y entender las revelaciones privadas y su relación con la Biblia? El tema es complejo y no resulta fácil tratarlo en sus distintas implicaciones. Podemos ayudarnos, para ofrecer algunas reflexiones sobre este argumento, de unos párrafos de la exhortación apostólica postsinodal “Verbum Domini” (número 14), publicada por el Papa Benedicto XVI el año 2010.

El número 14 se sitúa en la primera parte, la más teológica del documento, que presenta el hecho de que Dios nos habla, y espera y acoge la respuesta que podamos ofrecer a su Palabra. Esta primera parte se divide en tres secciones: “El Dios que habla” (nn. 6-21); “La respuesta del hombre a Dios” (nn. 22-28), “La hermenéutica de la Sagrada Escritura en la Iglesia”.

El tema de las revelaciones privadas está situado en la primera sección de esta parte, es decir, se coloca entre las reflexiones sobre el hecho de que Dios busca ayudar al hombre a descubrir y acoger su Amor.

Después de haber presentado cómo Dios habla, de modo definitivo en el Hijo hecho Hombre por nosotros (nn. 10-13), Benedicto XVI titula el número 14 con estas palabras: “Dimensión escatológica de la Palabra de Dios”.

Los momentos iniciales de este número sintetizan lo dicho anteriormente: según la conciencia de la Iglesia, “Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios; él es «el primero y el último» (Ap 1,17)”. Por lo mismo, no tenemos que esperar otra Revelación, pues ya todo ha sido dicho y manifestado a través del Verbo hecho carne.

Para subrayar esta idea, el documento recoge una famosa cita de san Juan de la Cruz. Según este gran místico español, Dios ya lo ha dicho todo y de una sola vez en su Palabra. “En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad” (Subida del Monte Carmelo, II, 22).

El texto, en su densidad, recoge una idea clave expresada en los momentos iniciales de la Carta a los Hebreos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos” (Heb 1,1-2). La pluralidad de mensajes del Antiguo Testamento queda sintetizada y reunida, por lo tanto, en el culmen de la Revelación, que es Jesucristo. Después de Jesucristo, no necesitamos esperar otro mensaje para ser salvados, pues ya lo tenemos todo en el Hijo encarnado.

Entonces, ¿cuál sería el modo correcto de afrontar las revelaciones privadas, es decir, aquellos mensajes y mociones que Dios produce en algunas almas y que desvelan aspectos centrales de la fe católica o de la marcha de la historia humana? El número 14 de la “Verbum Domini” recoge, antes de dar una respuesta más articulada, dos textos sobre el tema.

El primer texto es la recomendación de los obispos que participaron en el Sínodo sobre la Palabra de Dios (del año 2008) y que es el origen del documento que estamos considerando: hay que “ayudar a los fieles a distinguir bien la Palabra de Dios de las revelaciones privadas” (Proposición 47).

El segundo texto procede del Catecismo de la Iglesia Católica, en el que se explica que las revelaciones privadas no tienen como función 'completar' “la Revelación definitiva de Cristo” sino que sirven para “ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 67). En otras palabras, una revelación privada no puede ofrecer cosas nuevas en el sentido de que “llene” el mensaje de Dios: su función consiste en ayudar a una mejor vivencia del mismo.

Con este cuadro general, el Papa ofrece una serie de pistas para valorar de modo correcto las revelaciones privadas. En concreto, siempre dentro del mismo número 14 que estamos comentando, encontramos estas ideas:

a. “El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en ella, en efecto, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viva de la Iglesia, Dios mismo nos habla”.

Esta primera apreciación recuerda el diferente nivel de hablar de Dios. En el nivel público (la Revelación recogida en la Biblia y la Tradición) se pide a los creyentes un acto de fe como miembros de la Iglesia. En el nivel privado, en cambio, la Iglesia no exige a los bautizados una adhesión de fe, pues estamos ante un mensaje que no sería, en su modo de ser expresado, necesario para acoger la Revelación de Dios.

b. “El criterio de verdad de una revelación privada es su orientación con respecto a Cristo. Cuando nos aleja de Él, entonces no procede ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el Evangelio y no hacia fuera. La revelación privada es una ayuda para esta fe, y se manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única revelación pública”.

En este momento del número 14 el Papa explicita lo dicho anteriormente: si toda la Revelación nos lleva hacia Cristo, una revelación privada mostrará su grado de verdad sólo en tanto en cuanto esté orientada hacia Cristo. De lo contrario, no viene de Dios. Esta afirmación es clave para entender el siguiente punto, que nos coloca en el ámbito propio de todo católico: la obediencia a la Iglesia.

c. “Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada indica esencialmente que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las buenas costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles pueden dar su asentimiento de forma prudente”.

Estas líneas exponen el criterio que sigue la Iglesia a la hora de juzgar, antes de su aprobación, si una revelación privada sea o no sea correcta: ver si el mensaje supuestamente revelado a algunas personas concretas está o no está de acuerdo con la fe y la sana moral.

Una vez que se obtiene la aprobación, el mensaje puede difundirse y, según un criterio prudencial, es posible (no obligatorio) considerarlo como válido y acogerlo de modo personal (no oficial).

d. “Una revelación privada puede introducir nuevos acentos, dar lugar a nuevas formas de piedad o profundizar las antiguas. Puede tener un cierto carácter profético (cf. 1Ts 5,19-21) y prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el presente; de ahí que no se pueda descartar. Es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la fe, esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la salvación”.

Estas líneas conclusivas del número 14 ofrecen un análisis del sentido y valor que puede tener una revelación privada. Por ejemplo, esa revelación sería capaz de dar origen a “nuevos acentos”, a “nuevas formas de piedad”, o permitir una profundización de lo que ya es patrimonio de la Iglesia orante. O tal vez tiene un carácter profético, lo cual ayuda a abrir los ojos a la marcha de la historia humana. O quizá permite vivir el mensaje evangélico de un modo más concreto y cercano al propio tiempo.

Por eso una revelación privada no debería ser descartada, aunque tampoco sea obligatorio asumirla y usarla. Su sentido pleno radica en alimentar las virtudes teologales, desde las cuales entramos en el camino de la salvación

Estas consideraciones del Papa tienen sentido, desde luego, en el conjunto de un documento que invita al estudio y a la meditación del mensaje de Dios, presente en la Revelación (Biblia y Tradición) como parte del camino de diálogo entre Dios y los hombres (cf. los números 6-21 de “Verbum Domini”).

Este mensaje se convierte en alimento del alma desde la fe de la Iglesia, y puede ser mejor comprendido y acogido con ayudas ofrecidas por el mismo Dios a través de quienes, como instrumentos, se convierten en transmisiones de revelaciones privadas, las cuales no son esenciales, pero sí útiles, en la marcha que nos permite avanzar hacia el encuentro definitivo con el Señor.

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