24 de febrero de 2014

Dos mil años después de Cristo, ¿podemos todavía predicar la fe con franqueza y valentía?


Autor: Jesús David Muñoz

Jesús hablaba en público con plena libertad y a los apóstoles con toda claridad. Son dos aspectos de la predicación de Cristo que los evangelistas califican con la palabra griega parresía, que literalmente significa «libertad de decir todo». Una traducción que intentase dejar más claro el sentido diría que Jesús hablaba con toda franqueza, libertad y claridad.

Posteriormente se usó la misma palabra griega para calificar la predicación de los apóstoles; también ellos hablaban con toda franqueza, confianza y parresía de la Buena Nueva, pero a esta confianza se le añadió un matiz especial de valentía y audacia cuando las autoridades judías y luego romanas se opusieron tajantemente al Nuevo Anuncio.


Para nosotros, cristianos que vivimos 2000 años después del acontecimiento histórico de la vida terrena de Jesucristo, podría parecer normal que los apóstoles hablaran con toda confianza, franqueza y valentía del mensaje de Cristo; pero, ¿podemos nosotros hablar hoy con la misma audacia y el mismo valor que lo hacía estos primeros seguidores del crucificado si no hemos sido testigos oculares de sus milagros y no hemos escuchado sus palabras? ¿De dónde le vendrá al cristiano la parresía para hablar hoy, en la era de la tecnología y de las comunicaciones, de un acontecimiento tan lejano en el tiempo? Son preguntas válidas y necesarias.

Hay dos pasajes en los Hechos de los Apóstoles que pueden ayudar a dar respuesta a este interrogante. El primero lo encontramos en el capítulo dos (cf. Hch 2), y el segundo lo vemos en el capítulo cuatro (cf. Hch 4,23-31).

En ambos pasajes la primera comunidad cristiana está reunida en oración (1), posteriormente el Espíritu Santo se hace presente por medio de un signo que hace visible su fuerza arrolladora (2) y, como consecuencia, los apóstoles, antes temerosos y llenos de pavor por las amenazas y hostilidades de los judíos, salen a predicar el Evangelio con total franqueza, confianza y valentía (cf. Hch 2, 29; 4,31).

Estos dos pasajes sacan a la luz un elemento basilar. La valentía, la confianza y la franqueza con que los primeros cristianos hablaban y predicaban el Evangelio no les venía de su cercanía histórica con Jesús de Nazaret; llegaron a ser mensajeros valientes y audaces, no porque habían visto los milagros de Jesús con sus mismos ojos y habían escuchado sus palabras de primera mano. Su parresía venía de otras causas: la oración y la fuerza del Espíritu Santo.
Llama la atención el mandato que Cristo da a los suyos justo en el momento en el que más necesitaban dar testimonio valiente y hablar públicamente de su condición de discípulos de Jesús. En el instante en el que más necesitaban parresía el Maestro les dijo: «Orad para que no entréis en tentación» (Lc 22,40). La no observancia de este consejo fue lo que hizo que los apóstoles huyeran en el momento de la prueba y dejaran a Jesús solo. No oraron. Cristo lo sabía bien: la oración es el lugar donde el discípulo encuentra la fuerza y la libertad para predicar el Evangelio. Es precisamente allí donde todo evangelizador debe pedirla, como hacían los primeros cristianos (cf. Hch 4,29).
Ahora bien, aquí hay un aspecto todavía más profundo porque nos deja ver el fundamento sobre el que está edificada la confianza que todo evangelizador debe tener ante un mundo que no deja de mirarlo como si fuera un payaso medieval. Tenemos confianza de predicar y hablar a los hombres porque tenemos la libertad de hablar con Dios. Y esta libertad, como dice la carta a los Hebreos, nos la ha ganado Cristo con su Sangre y su Sacerdocio eterno (cf. Heb 4,16:10,19).
Los primeros cristianos eran bien conscientes de esto y lo reflejaron bastante bien en la liturgia. De hecho, en la liturgia de Santiago, el Padrenuestro, venía precedido de la solicitud de esta franqueza para poder dirigirse a Dios (cf. Grande lessico del nuovo testamento, Paideia, Brescia 1974, vol IX, pp. 931-932). En nuestro rito latino actual se ve reflejada con estas palabras: «Nos atrevemos a decir: “Padre Nuestro que estás en los Cielos”».
«No habéis recibido un espíritu de esclavitud –dice san Pablo- para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,15).
Si la valentía y la libertad de hablar confiadamente del Evangelio estuviera limitada al tiempo cronológico en el que ocurrieron los acontecimientos de nuestra salvación, la Buena Nueva hace tiempo que se habría apagado en los mensajeros que vinieron después y que no contemplaron con sus propios ojos el rostro del Señor.
Sin embargo, constatamos que ha ocurrido todo lo contrario: miles de años después podemos decir que somos testigos de lo que podríamos llamar una parresía, una valentía milenaria. Vemos en muchos cristianos de hoy el ímpetu, la fuerza y el heroísmo de aquellos primeros mensajeros, como si todavía estuvieran contemplando con sus propios ojos al Rabí de Nazaret caminando sobre el agua. Su empuje parece que aumenta a medida que corren. «Siglos después –dirá Chesterton- todavía hablan como si algo acabara de suceder» (G.K. Chesterton, El hombre eterno, Cristiandad, Madrid 2011, p. 347).
Si miramos nuestras vidas de cristianos y vemos que en ella falta ese valor y esa confianza, ¿no será acaso porque subestimamos el papel del Espíritu Santo, porque dudamos de su capacidad para fortalecer nuestra alma e infundir en ella la franqueza que necesita un discípulo de Cristo? Si en la vida de un cristiano no encontramos valentía es porque hay poca oración hecha con franqueza. El ímpetu de la Nueva Evangelización comienza en la oración.
«El Espíritu Santo –dice el Papa Francisco- infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma» (Evangelii Gaudium, n. 259).
No hemos recibido un espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio (cf. 2 Tim 1,7-8). El cristiano del siglo XXI no tiene escusas para vender un cristianismo artificial, apocado, sin fuerza, sin Espíritu. Bien decía Chesterton que si queremos encontrar un sonido análogo a las campanas de medianoche que anuncian la Navidad, no será otro que los cañones de una batalla que acaba de empezar y que ya está ganada (cf. El hombre eterno, p. 235), pues «la Iglesia desde sus comienzos no fue tanto un principado como una revolución contra el Príncipe de este mundo» (Ibid., p. 236).
Lo propio del cristiano no es el ocultismo, el secretismo, la cobardía sino la parresía, la franqueza, la confianza. El cristianismo tiene poco que ver con una ONG pacifista. Aquellos que decían que esta pequeña “secta judía” había incendiado Roma, se equivocaban solo en el modo, porque en realidad el cristianismo prendió fuego a Roma y al mundo entero con el amor.
Si en nuestras vidas de cristianos no hay este fuego, si Jesús ha comenzado a ser un “amigo imaginario” y vemos el Evangelio como una fábula bonita, ya sabemos por dónde empezar: la oración confiada a este Dios al que nos atrevemos a llamar con franqueza «Padre». Solo en esta atmosfera podrá venir el Espíritu Santo, y con su fuerza llenará nuestra predicación y nuestras vidas de parresía.

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