Autor: Jesús David Muñoz
Jesús hablaba en público con plena
libertad y a los apóstoles con toda claridad. Son dos aspectos de la
predicación de Cristo que los evangelistas califican con la palabra griega parresía,
que literalmente significa «libertad de decir todo». Una traducción que
intentase dejar más claro el sentido diría que Jesús hablaba con toda
franqueza, libertad y claridad.
Posteriormente se usó la misma palabra
griega para calificar la predicación de los apóstoles; también ellos hablaban
con toda franqueza, confianza y parresía de la Buena Nueva, pero a esta
confianza se le añadió un matiz especial de valentía y audacia cuando las
autoridades judías y luego romanas se opusieron tajantemente al Nuevo Anuncio.
Para nosotros, cristianos que vivimos
2000 años después del acontecimiento histórico de la vida terrena de
Jesucristo, podría parecer normal que los apóstoles hablaran con toda
confianza, franqueza y valentía del mensaje de Cristo; pero, ¿podemos nosotros
hablar hoy con la misma audacia y el mismo valor que lo hacía estos primeros
seguidores del crucificado si no hemos sido testigos oculares de sus milagros y
no hemos escuchado sus palabras? ¿De dónde le vendrá al cristiano la parresía
para hablar hoy, en la era de la tecnología y de las comunicaciones, de un
acontecimiento tan lejano en el tiempo? Son preguntas válidas y necesarias.
Hay dos pasajes en los Hechos de los
Apóstoles que pueden ayudar a dar respuesta a este interrogante. El primero lo
encontramos en el capítulo dos (cf. Hch 2), y el segundo lo vemos en el
capítulo cuatro (cf. Hch 4,23-31).
En ambos pasajes la primera comunidad
cristiana está reunida en oración (1), posteriormente el Espíritu Santo se hace
presente por medio de un signo que hace visible su fuerza arrolladora (2) y,
como consecuencia, los apóstoles, antes temerosos y llenos de pavor por las
amenazas y hostilidades de los judíos, salen a predicar el Evangelio con total
franqueza, confianza y valentía (cf. Hch 2, 29; 4,31).
Estos dos pasajes sacan a la luz un
elemento basilar. La valentía, la confianza y la franqueza con que los primeros
cristianos hablaban y predicaban el Evangelio no les venía de su cercanía
histórica con Jesús de Nazaret; llegaron a ser mensajeros valientes y audaces,
no porque habían visto los milagros de Jesús con sus mismos ojos y habían
escuchado sus palabras de primera mano. Su parresía venía de otras
causas: la oración y la fuerza del Espíritu Santo.
Llama la atención
el mandato que Cristo da a los suyos justo en el momento en el que más
necesitaban dar testimonio valiente y hablar públicamente de su condición de
discípulos de Jesús. En el instante en el que más necesitaban parresía el
Maestro les dijo: «Orad para que no entréis en tentación» (Lc 22,40). La
no observancia de este consejo fue lo que hizo que los apóstoles huyeran en el
momento de la prueba y dejaran a Jesús solo. No oraron. Cristo lo sabía bien:
la oración es el lugar donde el discípulo encuentra la fuerza y la libertad
para predicar el Evangelio. Es precisamente allí donde todo evangelizador debe
pedirla, como hacían los primeros cristianos (cf. Hch 4,29).
Ahora bien, aquí
hay un aspecto todavía más profundo porque nos deja ver el fundamento sobre el
que está edificada la confianza que todo evangelizador debe tener ante un mundo
que no deja de mirarlo como si fuera un payaso medieval. Tenemos confianza de
predicar y hablar a los hombres porque tenemos la libertad de hablar con Dios.
Y esta libertad, como dice la carta a los Hebreos, nos la ha ganado Cristo con
su Sangre y su Sacerdocio eterno (cf. Heb 4,16:10,19).
Los primeros cristianos eran bien
conscientes de esto y lo reflejaron bastante bien en la liturgia. De hecho, en
la liturgia de Santiago, el Padrenuestro, venía precedido de la
solicitud de esta franqueza para poder dirigirse a Dios (cf. Grande lessico
del nuovo testamento, Paideia, Brescia 1974, vol IX, pp. 931-932). En
nuestro rito latino actual se ve reflejada con estas palabras: «Nos atrevemos a
decir: “Padre Nuestro que estás en los Cielos”».
«No habéis
recibido un espíritu de esclavitud –dice san Pablo- para volver otra vez al
temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual
clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,15).
Si la valentía y
la libertad de hablar confiadamente del Evangelio estuviera limitada al tiempo
cronológico en el que ocurrieron los acontecimientos de nuestra salvación, la
Buena Nueva hace tiempo que se habría apagado en los mensajeros que
vinieron después y que no contemplaron con sus propios ojos el rostro del
Señor.
Sin embargo,
constatamos que ha ocurrido todo lo contrario: miles de años después podemos
decir que somos testigos de lo que podríamos llamar una parresía, una
valentía milenaria. Vemos en muchos cristianos de hoy el ímpetu, la fuerza y el
heroísmo de aquellos primeros mensajeros, como si todavía estuvieran
contemplando con sus propios ojos al Rabí de Nazaret caminando sobre el agua.
Su empuje parece que aumenta a medida que corren. «Siglos después –dirá
Chesterton- todavía hablan como si algo acabara de suceder» (G.K. Chesterton, El hombre eterno, Cristiandad,
Madrid 2011, p. 347).
Si miramos
nuestras vidas de cristianos y vemos que en ella falta ese valor y esa
confianza, ¿no será acaso porque subestimamos el papel del Espíritu Santo,
porque dudamos de su capacidad para fortalecer nuestra alma e infundir en ella
la franqueza que necesita un discípulo de Cristo? Si en la vida de un cristiano
no encontramos valentía es porque hay poca oración hecha con franqueza. El
ímpetu de la Nueva Evangelización comienza en la oración.
«El Espíritu Santo
–dice el Papa Francisco- infunde la fuerza para anunciar la novedad del
Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo tiempo y lugar,
incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin
la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente
carece de alma» (Evangelii Gaudium, n. 259).
No hemos recibido
un espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio (cf. 2
Tim 1,7-8). El cristiano del siglo XXI no tiene escusas para vender un
cristianismo artificial, apocado, sin fuerza, sin Espíritu. Bien decía
Chesterton que si queremos encontrar un sonido análogo a las campanas de
medianoche que anuncian la Navidad, no será otro que los cañones de una batalla
que acaba de empezar y que ya está ganada (cf. El hombre eterno, p.
235), pues «la Iglesia desde sus comienzos no fue tanto un principado como una
revolución contra el Príncipe de este mundo» (Ibid., p. 236).
Lo propio del
cristiano no es el ocultismo, el secretismo, la cobardía sino la parresía,
la franqueza, la confianza. El cristianismo tiene poco que ver con una ONG pacifista.
Aquellos que decían que esta pequeña “secta judía” había incendiado Roma, se
equivocaban solo en el modo, porque en realidad el cristianismo prendió fuego a
Roma y al mundo entero con el amor.
Si en nuestras vidas de cristianos no
hay este fuego, si Jesús ha comenzado a ser un “amigo imaginario” y vemos el
Evangelio como una fábula bonita, ya sabemos por dónde empezar: la oración
confiada a este Dios al que nos atrevemos a llamar con franqueza «Padre». Solo
en esta atmosfera podrá venir el Espíritu Santo, y con su fuerza llenará
nuestra predicación y nuestras vidas de parresía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario