Autor:
Fernando Pascual
Algunos
piensan que algo es bueno simplemente porque lo permite una ley. En realidad,
muchas veces no es así, pues lo legal y lo ético se mueven en ámbitos
diferentes. Además, existen leyes realmente mal hechas, impuestas de un modo
arbitrario y fuera de contexto.
¿Qué
requisitos debe cumplir una ley para ser realmente correcta y, sobre todo,
justa? Hay una serie de requisitos de tipo formal, y otros, más profundos, de
tipo ético.
Desde
el punto de vista formal, una ley vale si es establecida por los legisladores,
de acuerdo con una serie de requisitos básicos. El primero consiste, en la
mayoría de los Estados, en ser aprobada por el Parlamento según los reglamentos
propios.
Pero
no basta con la aprobación del Parlamento. Existen otros requisitos formales
que deben ser respetados. Uno de ellos es sumamente importante: que la ley esté
de acuerdo con la Constitución o Regla fundamental de cada Estado. Otro, en
cambio, se refiere a la compatibilidad entre leyes: no es correcto aprobar una
ley cuyo contenido se opone a otra ley en vigor. En esos casos, los
legisladores deben reajustar lo que haga falta en una (o en las dos leyes) para
superar la contradicción.
En
conclusión, una ley adquiere fuerza en la vida de un Estado si respeta las
“formalidades” o requisitos establecidos por la Constitución, y si encaja bien
en el conjunto legislativo vigente.
Pero
existen, además, una serie de requisitos éticos, con los cuales podemos emitir
un juicio sobre los contenidos de la ley. Para poder considerarlos, vamos a
preguntarnos qué es la ética.
Podemos
decir que la ética es una disciplina filosófica que nos permite valorar la
bondad o maldad de los actos humanos. La ética nos pone ante deberes profundos,
ante exigencias de la conciencia, según las cuales descubrimos que hay acciones
que no debemos ejecutar, y hay otras acciones que son obligatorias.
Obviamente,
entre estos dos tipos de acciones (buenas y malas) existe una serie de acciones
indiferentes, que pueden ser llevadas a cabo según la libre elección de cada
uno, y que también podemos considerar como buenas en sentido amplio.
Parte
de la ética es el estudio de la justicia. Sobre la justicia nos dice el Catecismo
de la Iglesia católica (n. 1807): “Para con los hombres, la justicia
dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones
humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien
común”.
Pongamos
ahora en relación el contenido de las leyes y la ética. Nos damos cuenta de que
en el pasado y en el presente ha habido y hay leyes que declaraban (que
declaran) como legales acciones que son inmorales e injustas. Un ejemplo
clásico son las leyes a favor de la esclavitud en algunos Estados de Europa,
África, Asia y América. O las leyes contra los judíos, los gitanos y otros
grupos humanos que fueron aprobadas por la Alemania dominada por los nazis. O,
más cercanas a nosotros en el tiempo, las leyes que permiten el aborto, la
eutanasia, la mutilación de algunos tipos de delincuentes, la lapidación de
mujeres, el “matrimonio” entre homosexuales, etc.
En
otras palabras: el que una ley permita algo no significa automáticamente que lo
permitido (o lo mandado, en algunos casos) por la ley sea éticamente correcto.
Grandes pensadores del pasado, al reflexionar sobre esto, reconocieron que por
encima de la ley “positiva”, formalmente “correcta”, existe una norma ética que
permite juzgar la justicia de la ley.
Cuando
una ley permite o manda algo éticamente incorrecto y contrario a la justicia,
se convierte entonces en una “no ley”. Ante tal “ley”, por lo tanto, cada
ciudadano puede sentirse libre, o incluso obligado, a no obedecerla. Cuando la
gravedad del asunto lo requiera, está llamado a desobedecer, aunque esto pueda
implicar consecuencias graves para la vida o los bienes del ciudadano
“rebelde”. Los peligros son mucho mayores en los Estados totalitarios, aunque
tampoco faltan en aquellas democracias que, a base de mayorías parlamentarias,
imponen a la sociedad leyes injustas.
Santo
Tomás de Aquino (siglo XIII) era especialmente claro sobre esto: “La ley humana
es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la
ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se la
denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte
más bien en un acto de violencia” (Suma de teología I-II, 93, 3, a la 2ª
objeción). San Agustín decía que una ley que va contra la ley natural (contra
la ética) no es realmente una ley, sino una corrupción de la ley (cf. De
libero arbitrio I,5,11).
Estas
ideas han sido recogidas por las enseñanzas de los últimos Papas. Juan XXIII,
por ejemplo, afirmaba: “El derecho de mandar constituye una exigencia del orden
espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o
dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por
consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada
ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano (...) más
aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se
origina una iniquidad espantosa” (Pacem in terris n. 51). Juan Pablo II,
en la encíclica Evangelium vitae nn. 68-74, recogía ampliamente estas ideas.
En
conclusión, cuando una ley formalmente perfecta encierra un contenido contrario
a la ética, se convierte entonces en una “no-ley”: nadie está obligado a
respetarla. Porque encima de las leyes positivas existe una ley superior, una
"ley natural". Lo recordó el Papa Benedicto XVI en un discurso el 12
de febrero de 2007:
"La
ley natural es la fuente de donde brotan, juntamente con los derechos
fundamentales, también imperativos éticos que es preciso cumplir. En una actual
ética y filosofía del derecho están muy difundidos los postulados del
positivismo jurídico. Como consecuencia, la legislación a veces se convierte
sólo en un compromiso entre intereses diversos: se trata de transformar en
derechos intereses privados o deseos que chocan con los deberes derivados de la
responsabilidad social. En esta situación, conviene recordar que todo
ordenamiento jurídico, tanto a nivel interno como a nivel internacional,
encuentra su legitimidad, en último término, en su arraigo en la ley natural,
en el mensaje ético inscrito en el mismo ser humano".
Conviene
añadir una última reflexión. Hay no pocos deberes éticos que no están recogidos
en las leyes y no por eso dejan de ser obligatorios. Pensemos, por ejemplo, en
un Estado que no haya establecido ninguna normativa para los casos en los que
alguien deje abandonado a un niño recién nacido en la calle. Desde el punto de
vista legal, uno que pasa y ve llorar al niño no estaría obligado por alguna
ley estatal a recogerlo y salvarlo de la muerte. Su indiferencia no le llevaría
a la cárcel. Pero percibimos en seguida que la ética interpela a esa y a
cualquier persona que pase ante ese niño y le haría sentir la obligación de
prestar toda la ayuda posible para salvar su vida.
Todos
estamos llamados a colaborar en la construcción de un mundo más justo. Justo
precisamente porque se basará en una ética que está por encima de las “leyes
positivas”. Una ética que seguirá siempre en pie mientras exista en el corazón
del ser humano sentido de justicia y amor al bien, respeto a cada ser humano,
sea cual sea su edad, tamaño, raza, apariencia, salud, religión, estado
socioeconómico. Una ética que nos pide, siempre, por encima de cualquier ley
inicua, que hagamos el bien y que testimoniemos la belleza de la ética incluso
cuando llegue la hora de la persecución y de la prueba. Antígona y Sócrates
dejan huella, hacen al mundo más hermoso y más feliz, y, al final, obligan a
los Estados a mejorar sus leyes para adecuarlas a la justicia.
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