6 de septiembre de 2013

Relatos de una Asunción

Autor: Jorge Mora
El 15 de agosto la Iglesia celebra la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María al cielo. Es un dogma de fe, un misterio que nos sobrepasa: la Virgen María, después de haber terminado sus días en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma al cielo.
Esta fiesta es una oportunidad para renovar el deseo que todos llevamos dentro; de trascendencia, de felicidad, de plenitud, es decir, de cielo. Espero que esta historia pueda servir a quien la lea a crecer en la relación con María y sobre todo con Jesús, pues Ella siempre nos conduce a Él.
-¡Juan! Ven rápido. Tu madre está preguntando por ti y te manda llamar.
No tardé en llegar a mi casa. Al cruzar la puerta la vi recostada en su cama, serena, y con su mirada siempre tierna. Me di cuenta también del cansancio de sus ojos. Tomé su mano y me hinqué a su lado. Al verle a los ojos, sentí que de los míos algunas lágrimas escurrían. Eran lágrimas de amor. Lágrimas que le rendían homenaje por todo lo que ella había hecho por mí y por tantas otras personas.
La había querido como a una madre. Y es que eso era lo que Jesús me había pedido. Desde que Él se fue, traté de estar muy cerca de ella: de pedirle consejos y ayuda para hacer aquello que su Hijo nos había enseñado. En verdad que de ella aprendí muchas cosas, sobre todo a descifrar los signos de Dios y a buscar hacer su voluntad.
Y allí estaba ella, en paz. Era una paz que pronto me contagió y que reinó en todo el cuarto. “¿Que desea la Reina de la paz?” bromeé para romper el hielo. Ella con una sonrisa me contestó que quería mi compañía, quería que nos juntáramos por última vez para partir el pan. ¡Por última vez!
Por eso María -la de Magdala- me había buscado. Como toda mujer, intuyó que pasaba algo con mi madre, nuestra madre. Sabía que quizá era el final ya de su vida. La Magdalena había sido una gran compañía para mi madre. Habían logrado conectar muy bien y puedo decir que las dos realmente vivieron para Dios y para los demás. Una desde el inicio del camino, la otra desde un tropiezo a medio caminar.
Nos reunimos todos para la celebración en el cuarto alrededor de María. Vino, pan, copa, mesa. De repente, mis recuerdos se trasladaron a aquella noche en la que Jesús nos llamó a cenar con Él. Hoy era diferente porque estaba María conmigo, y a la vez, era igual pues iba a pasar el mismo misterio de aquel Jueves, de aquella Pascua que me hace temblar y valorar todo lo que Dios, que es amor, hizo por mí.
Después de haber partido el pan, nos quedamos en un momento de acción de gracias, un momento de oración. Fue increíble. Por primera vez en mucho tiempo pude experimentar la alegría de reencontrarme con Jesús de nuevo: en el pan y el vino. María, al lado mío, rezaba las oraciones y los salmos con mucho fervor, casi como si estuviera platicando cara a cara con su Hijo. Fue en ese momento que entendí lo que significaba yo para María, porque yo, como los demás sacerdotes, éramos los únicos capaces de traer de nuevo a su Hijo bajo esas dos especies y ofrecer el sacrificio con Él, en Él y por Él.
Se hizo tarde. Después de recitar el salmo 50 con ella, le pedí que me bendijera. Sabía que algo iba a pasar, pero no sabía ni qué ni cómo.
Me quedé en vela en la silla junto a ella aunque no sirvió pues mis ojos se cerraron. No podré explicarlo jamás, pero al amanecer no encontré el cuerpo de mi madre. Había solo un olor a rosas, y el sol que, entrando por la ventana, me pegaba en la cara. Me desesperé al principio por no saber qué pasaba, pero recordé la promesa de Jesús cuando Él también se despidió diciéndonos que se iba para prepararnos un lugar en la casa de su Padre.
Ahora se llevaba a su Madre. Se dibujó una sonrisa en mis labios y de mi boca salieron lentas y solemnes las palabras: “Dios te salve, María….ruega por nosotros”.

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