11 de marzo de 2013

Después de Benedicto XVI

Autor: Max Silva Abbott

Consumada la renuncia de Benedicto XVI, se abre un período fecundo para todo tipo de rumores, especulaciones, vaticinios y presiones respecto de su sucesor.

Muchos –incluso algunos católicos– han visto aquí una ocasión para que la Iglesia cambie un conjunto de preceptos y actitudes que la acerquen más a vastos sectores del mundo actual, tanto morales (divorcio, anticoncepción, fecundación in vitro, uniones homosexuales, aborto, eutanasia) como religiosos (democratización de la Iglesia, celibato, sacerdocio femenino), y guardan muchas esperanzas en el nuevo Pontífice.

Sin embargo, en esta actitud existe un cierto grado de intolerancia, al pretender que quien piensa distinto –en este caso, la Iglesia–, se adapte a sus propias convicciones. Lo anterior es particularmente grave, porque se supone que en una sociedad democrática, hay cabida para una variedad bastante amplia de convicciones (precisamente, la democracia permite su coexistencia pacífica), que le dan una riqueza de la cual carece un sistema totalitario.

En el caso de la Iglesia, ella transmite un mensaje que según creen sus miembros, viene de Dios mismo, que se ha introducido en la historia humana en la persona de Cristo. De esta manera, siendo Dios, su mensaje (y en consecuencia, las derivaciones lógicas que de él se hagan) no puede estar sujeto a las contingencias históricas o políticas, pues si de verdad se cree en un ser superior, deben ser sus seguidores quienes se adapten al mensaje divino y no lo contrario.

Así, para los no creyentes, que la Iglesia mantenga una determinada posición debiera ser tolerado, tal como los que tienen fe toleran situaciones que no comparten. Lo contrario sería pedirle que adoptara posturas distintas a la suya y no permitirle tener las propias. Y en el caso de los católicos críticos, nadie los obliga a seguir siendo católicos, lo que hace que sus aspiraciones tampoco sean legitimas. Dejemos, pues, que la Iglesia siga su propio camino.

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