27 de mayo de 2013

¿Familia numerosa o reducida?


      Autor: Celso Julio da Silva


La pregunta es muy compleja, ¿son mejores las familias repletas de hijos o es más equilibrado tener máximo dos hijos? No sé si pueda sacar una contundente respuesta del bolsillo. Estuve buscando las recientes estadísticas de nacimientos por continentes y países, y de verdad que no me convencieron, mueren y nacen personas a cada segundo y una familia sucede a varias. Así, la pregunta sigue revoloteando en el aire: ¿tener muchos o pocos hijos? En una familia donde, por ejemplo, hay sólo dos hijos, uno de ellos le dice a la madre: “madre, ¿por qué no tuviste más hijos?”, “siempre esperé a una niña y no tuve esa suerte. Gracias a Dios, Él me dio a ustedes dos, uno acompaña al otro, no se sienten solos, estoy muy agradecida y feliz, pero no más.” Admiro a personas que compartieron su infancia entre muchos hermanos, jugaron juntos, pelearon juntos, crecieron juntos, celebraron la vida juntos y según las malas lenguas, las familias numerosas son más felices y los hijos crecen muy avispados, inteligentes y emprendedores. Los envidio. De cara a estos planteamientos me siento obligado a respaldar un intento de respuesta a esa pregunta que nos inquieta y lo haré desde el punto de vista moral, social, económico y cultural.

La familia, en primera instancia, es el “sacramento del amor y de la vida”. La unión de los cónyuges, de acuerdo con la doctrina de la Iglesia Católica, es libre y para siempre, forman una sola carne. Muchos errores se cometieron en este sentido a lo largo de la historia, padres que comprometieron a sus hijos por intereses económicos, por herencia, posición social, buscando un “partido bueno” para sus hijos, pero quitando de ellos la libertad de escoja, de amar en la libertad y la entrega. La segunda finalidad de la familia es procrear en la libertad y el amor, ante un acuerdo dialogado y llevado a cabo por los cónyuges hasta las exigencias de su compromiso de padres. Los hijos son una gracia de Dios y los padres deben ser los primeros en ver desde esta perspectiva. Cuando una relación sexual no es vista por los progenitores con esos ojos, entonces lo sagrado del matrimonio se torna un rato placentero y egoísta que termina desembocándose en la insatisfacción, la infelicidad, el divorcio y lo que ocurre actualmente, en un aborto. Moralmente eso no está bien, pues con el amor que es entrega al otro no se juega. Pienso que el número de hijos en cuanto a la moral es secundario, lo que sí es importante es crear una conciencia sagrada de la procreación.

El ambiente social repercute bastante, lo que significa que una familia de una ciudad grande lleva un ritmo de vida distinto de una familia de pueblo. El frenesí, el trabajo, el coste de vida, el salario, el tiempo o incluso un egoísmo disfrazado de “amor, después; ahora no, esperemos, más adelante; no estamos preparados; un hijo nos tomará mucho tiempo;” argumentos por el estilo que pueden obstaculizar la decisión de las parejas de abrirse a la vida con seguridad y generosidad. Fácilmente se nota una ligera cerrazón a la vida, a la procreación, pues es muy fácil dejarse llevar por el materialismo que se excusa con que los hijos consumen, gastan tremendamente, toman mucho el tiempo y salud y por eso no se abren a la belleza de la vida y rechazan la voluntad de Dios: “creced y multiplicaos”. Está claro que los hijos gastan con remedios, alimentación, médico, colegio, deporte, salidas, diversiones, y hay que ver el factor económico, pero éste jamás debe ser un impedimento para una pareja. Por ello, el traer al mundo una dádiva de Dios requiere con anterioridad una deliberación madura y responsable de parte de los padres, que no es encasillar la vocación de padres a esquemas puramente económicos, sino poner juntos sobre la mesa la realidad y las posibilidades razonables de no sólo traer un hijo al mundo, sino sostenerlo y apoyarlo dignamente durante la vida.
La mentalidad de constituir una familia y procrear cambia de una cultura a otra, si estamos refiriéndonos a números. Por ejemplo, tristemente el gobierno chinés hace un tiempo impuso que las familias tienen que tener máximo un hijo, porque los hijos cuestan al estado y además en China hay una sobrepoblación imparable. ¿Dónde está, pues, el derecho de un estado sobre la vida humana? No es justo. Una cultura que no se abre a la vida con libertad y madurez puede así estar destinada a desaparecer, aunque en China, en este sentido, podrá tardar un poco, si este fenómeno llega a producirse. En África, por ejemplo, un gran continente lleno de vicisitudes económicas, políticas y sociales, se estima actualmente que es el continente que posee la tasa de natalidad más alta del mundo, sin bajarse, claro está, de la cima del continente con la tasa de mortandad más alta del mundo. Europa ha decaído en cuanto a nacimientos y así deambulando de estadísticas en estadísticas-fiables o dudosas- ni siquiera nos pasa por la cabeza que, por encima de todo, una familia numerosa o reducida es una decisión personal que cada uno debe tomar con madurez y seriedad, siempre abierto a los hijos que Dios le quiera regalar.

Hasta aquí ha sido un fructífero análisis desde la moral, la sociedad, la economía y la cultura. Percibamos, por tanto, que a esta compleja pregunta una respuesta simplona quizás empequeñecería la riqueza condensada en el don de la familia, no son números que están en juego cuando se plantea el tema familiar, sino personas. Pero lo que ciertamente está en las manos de todos es que siempre reine en la sociedad una conciencia abierta a la vida y que si existen familias numerosas, entonces estaremos abriendo puertas para la llegada de una nueva mentalidad respecto al valor sagrado, único y precioso de la vida humana. Numerosa o no, siempre llamados a la vida.

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