22 de mayo de 2013

Los Papas, la cruz y la alegría

Autor: Julio Muñoz

 La alegría cristiana pasa por abrazar la cruz que el Señor nos presenta cada día

El 13 de marzo de 2013, tras la famosa fumata bianca, me sorprendió un temor, tal vez natural, ante un papa «inesperado».

Por un lado la liturgia para la Cuaresma de este año, por medio del profeta Isaías, nos venía recordando que Dios siempre provee para su pueblo y que nunca nos deja solos: «no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el bochorno ni el sol; porque los conduce el compasivo y los guía a manantiales de agua» (Is 49, 8-15). Por otro, estaba inquieto ante esta sorpresa de Dios y quise aquel mismo día, antes de meterme en la cama, encontrar una palabra que iluminara mi corazón. Abrí al azar el diario de sor Faustina y me topé con esta frase que el Señor dirige a la santa refiriéndose a su confesor: «Es un sacerdote según Mi corazón, Me agradan sus esfuerzos».

Creo que nuestro Papa Francisco bien puede ser aquel sacerdote según el corazón de Cristo, pastor compasivo, que desde el inicio de su pontificado no ha dejado de invitarnos a creer en la misericordia de un Dios que «perdona todo» (cf. Ángelus del 17 de marzo de 2013). Pero al mismo tiempo me ha impresionado mucho ver la fuerza con la que ha querido recordar a sus hermanos cardenales –y con ellos a todos los pastores de la Iglesia–, que no son discípulos del Señor los que quieren seguirlo sin cruz. Una idea que les recalcó en su primera homilía como Papa y de nuevo durante la misa del Domingo de Ramos citando a Benedicto XVI: «Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado».

Tal vez quiso hacerse eco del Papa emérito quien, en su última misa con los religiosos de Roma el 2 de febrero de 2013, decía hablando de la alegría de seguir al Señor, que esta alegría «de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la Cruz de Cristo», porque «de aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios».

Es verdad que el corazón de Dios ha querido que aquellas a las que la tradición cristiana considera almas escogidas (consagradas) participen de un modo particularmente cercano en la cruz del Señor. Pero no lo es menos que todos los hombres, clérigos y laicos, estamos llamados a abrazar la cruz de Cristo, la que Dios nos envía a menudo en los sacrificios grandes y pequeños de la vida ordinaria.

San Agustín comparaba la travesía de nuestra vida, esa de la vida ordinaria, a un gran océano que nadie puede atravesar «si no es llevado por la cruz de Cristo». Y refiriéndose a esa misma cruz, exhortaba: «Si no veis bien a donde vais, no la soltéis: ella misma os conducirá.»

Creo que Benedicto y Francisco, estos dos sacerdotes «según el corazón de Cristo», nos quieren hacer ver que la alegría cristiana (que no es otra cosa que la paz), pasa por abrazar la cruz del Señor. Ojalá que todos, especialmente los llamados a ser pastores, no busquemos otra alegría que la que Dios nos ofrece en bandeja de plata en el gran océano de la vida cotidiana, tan gris a veces, tan aburrida, pero tan hermosa.

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