3 de mayo de 2013

¿Quién derriba nuestros muros interiores?

Autor: Leonardo Arellano

Todas las personas, unas más, otras menos, tienen sus propios muros interiores. Saberlo y reconocerlo es de por sí una ventaja, pero es necesario descubrir esos muros que limitan mi avance en la vida y son un obstáculo para la felicidad. Una vez terminado el trabajo de búsqueda y dado el respectivo diagnóstico, es hora de poner manos a la obra. Hay que demoler mis muros, pero, ¿quién puede hacerlo?

Derribar un muro es difícil: se necesita personal que cuente con los instrumentos más eficaces para hacerlo bien. Sin embargo, para derribar los muros interiores, el personal se reduce a dos trabajadores: Cristo y yo.

Cristo vino al mundo hace más de 2000 años: derribó muros, rompió esquemas, abrió corazones. Sólo con su ayuda se derriban los muros interiores. Demolió la rigidez de la ley practicada y exigida por los fariseos, dándole su plenitud en el amor. Rompió la barrera infranqueable entre los pecadores y los que se tenían por justos. Predicó y practicó el amor al prójimo, incluso a los enemigos. Cristo, hoy, quiere ayudarme a derribar mis muros.

No obstante, Cristo no sustituye mi trabajo personal. He de esforzarme para que con su ayuda y ejemplo pueda demoler mis propios muros. Se hace imperante un trabajo arduo, constante, en el que yo colabore con Cristo, para formar un equipo. En todo momento Él será mi guía y compañero. Nunca me va a fallar. Todo depende de mi escucha y apertura hacia Él, del seguimiento de su ejemplo. Así, no habrá muro inaccesible.

Una vez derribados mis muros interiores, debo vigilar atento para que no se vayan creando otros nuevos. Para ello, es necesario mantenerme en el amor a Dios y por Él y en Él, el sano amor a mí mismo y a mi prójimo.

El derribar muros es un trabajo arduo que requiere perseverancia y esfuerzo. Puede durar días, meses, quizá años: depende de cada uno, de su situación personal. No desesperemos: seamos realistas y pacientes, mantengamos un sano optimismo. No olvidemos que Cristo y yo formamos un equipo. Ni sólo Cristo, ni sólo yo: ambos. Ya sabemos cómo hacerlo. ¡Es hora de comenzar!

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