11 de noviembre de 2013

Pascal al fuego

Autor: Salvador Arellano

“Certeza, certeza, sentimiento, alegría, paz… Grandeza del alma humana… Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría… Fuego”.

Estas palabras junto con otras cuantas estuvieron escritas en un fragmento de papel. A simple vista parecen el intento de un poema, pero son mucho más que eso. Cualquiera que las lea no pensará en que tengan una gran relevancia, pero quizá su perspectiva cambie cuando se entere de que el papel que las contenía fue encontrado cosido entre la solapa del traje que portaba, cerca del corazón, una persona consumida por la enfermedad, en un lecho de muerte casi místico, tras haber pasado los últimos meses en un especie de retiro espiritual, clamando por recibir el viático de la extremaunción.

Quizá le sea poco sorprendente cuando sepa que pertenecen a un hombre del siglo XVII, que fue inventor de la física hidráulica, precursor del cálculo infinitesimal, creador de la primera computadora moderna; a un hombre que organizó el primer sistema de transporte público de París y que educó al hijo de un noble francés en el honor y la moral; que en su adolescencia alcanzó por sí mismo las propuestas matemáticas de Euclides, que con menos de 16 años escribió un moderno tratado sobre el cálculo de las cónicas, y que siendo joven con su trabajo en la física dio por descartado el horror vacui de Aristóteles.

Lo que sí puede sorprender a quien las lea es encontrar en el mismo papel, que se conoce como Memorial, las siguientes frases:

“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob (Ex 3, 6) no de filósofos ni de sabios… Olvido del mundo y de todo excepto de Dios.
A Él no se le encuentra sino por las vías enseñadas en el Evangelio… Jesucristo.
Jesucristo… ¡Que nunca me vea separado de Él!”

Este genio del pensamiento humano se llamó Blaise Pascal. Es una figura de esas que raras veces aparecen en la historia. Polifacético, intenso, lleno de violencia pero también de una increíble sensibilidad. Poco atraído por lo social, pero muy bueno para crear lazos fraternos estables.

Científico de rigor en la certeza y sin que esto sea oposición, un ser humano convencido ardientemente de la existencia de Dios. Un hombre con un espíritu que voló con ambas alas: la fe y la razón, como dijera Juan Pablo II, y que lo elevaron hacia la contemplación de la verdad. Dijo el mismo Santo Padre: “Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo”. En Pascal, tres siglos antes, esto se mostró con claridad. En sus propias palabras “es el corazón quien siente a Dios, y no la razón; la fe es esto: Dios sensible al corazón, no a la razón”. Eso, en boca de un científico que defendió con fogosidad la certeza de la física y la matemática, no es poco.

Quienes se asomen a su obra, a las tantas biografías que se han hecho sobre él, a los cientos de ensayos que han ido y venido a lo largo del tiempo, siempre se preguntarán ¿cuál era su motivación? ¿Qué lo movía? ¿Qué le impulsaba? ¿Qué buscó durante tantos años este espíritu inquieto? en fin, la eterna pregunta sería: ¿cuál es el “fuego” al que se refiere con el título del Memorial?

Evidentemente la vida de Pascal estuvo enmarcada constantemente en la nota dominante de la lucha. Desde niño mostró ser inquieto por conocer las causas de los fenómenos de la naturaleza que le rodeaba, como si conociéndolos tuviera cierta posesión de su entorno. Encontró en las matemáticas una especie de estimulante que probó a temprana edad, incluso con la explícita prohibición de su padre, que prefería que conociera primero las humanidades clásicas.

Conoció la enfermedad desde sus primeros años de edad, y prácticamente nunca se separó de ella. Vio en sus años juveniles la lucha social de las clases en Francia y convivió con nobles y obreros, con burgueses y pueblerinos. Resintió en su propia familia la persecución política de quienes se opusieran alguna vez al régimen dominante.

Trató de dominar la aritmética con unos cuantos engranes y facilitar el trabajo de su padre el recaudador, inventando una moderna máquina que trajo a la realidad tangible de la física algo que sólo está en lo abstracto del pensamiento… y lo logró.

Pero la lucha más importante que sostuvo, no es siquiera la que llevó un tal Luis de Montalte –pseudónimo que utilizó para firmar sus escritos durante la polémicas Provinciales con los jesuitas- para pedir a la Compañía que dejara a un lado la laxitud moral de los casuistas y que leyera correctamente los planteamientos de la espiritualidad contenida en el Augustinus de Jansenio.

No lo fue tampoco el pleito palabrero que tuvo Amos de Dettonville –otro pseudónimo, anagrama del anterior– cuando retó a los científicos franceses a resolver el problema de la cicloide.

Y en contra de quienes quisieran minimizar su recorrido espiritual, su máxima lucha tampoco fue contra la enfermedad que le llevó a la muerte lentamente, gradualmente, intermitentemente.

Pascal estuvo en el fuego de una lucha interior. En tres ocasiones de su vida pareció ser tocado por Dios. Todo indica que la noche del 23 de noviembre de 1654 una experiencia reveladora de encuentro con su realidad, frente a la magnificencia de Dios hizo que su corazón ardiera con una experiencia mística que sólo pudo traducirse en unas cuantas palabras escritas en un papel, unos cuantos conceptos que trataban de externar un grito interior que sólo se había escuchado en lo profundo de su espíritu… Sólo se pudo traducir como: Fuego.

Este fuego explica en Pascal su ansia por la conquista de la verdad en todos sus sentidos. Está dispuesto a pelear por ella, sea en la física, sea en la matemática, en la apologética, en la moral, o en la radicalidad del vencimiento personal en busca de la Gracia de Dios, reservada -según Jansenio-, sólo para unos cuantos.

Es fácil pensar que un espíritu como este se hubiera identificado con espiritualidades de la misma intensidad. La primera y más fuerte influencia para él fue la de san Agustín; también la tradición espiritual de san Pablo, otro radical; tuvo un contacto igualmente con el misticismo de la espiritualidad de san Juan de la Cruz. Y esto nos permite comprender qué encontró en sus relaciones cercanas con el centro religioso de Port-Royal, bajo la dirección del enérgico Antoine Arnauld y su hermana la rigurosa abadesa cistersience Angelique Arnauld, discípula primero de san Francisco de Sales (célebre por su ascética y autoformación) y tras la muerte de este, de Jean du Vergier de Hauranne, el polémico abad de Saint-Cyran.

Pero podríamos hacernos una imagen errónea de Pascal si nos dejamos llevar por la impresión de que fue tan solo un hombre que se dejó guiar por su espíritu aguerrido. Ante todo debemos recordar que fue un científico; aún más, un científico del siglo XVII. Un francés como él, que encuentra un gusto especial por la lectura de Montaigne, y que fue contemporáneo, entre otros, del dramaturgo Corneille (ejemplo del cuestionamiento de la verdad en la época), del irónico Molière, del trágico Racine y del afamado cuestionador  de la verdad Descartes, no podía presentarse por ahí haciendo afirmaciones mal sustentadas, carentes de certeza científica o de rigor crítico, si pretendía ser tenido por persona seria. No, la lucha de Pascal no fue la de un “caballo desbocado”, su violencia interior y su extrema sensibilidad fueron siempre reguladas por un enorme dominio de sí. Jamás se concedió la transgresión de los límites que le trazaba la razón, sus obras están siempre marcadas por una disciplina y un método que presume de tener una finura quirúrgica en la el debate polémico, y que llega a la ironía en su argumentación, para ser refrenada después por su prudencia; todo esto lució especialmente en el conflicto de las Provinciales.

Aquí está el verdadero Fuego que ardió en el corazón de Pascal. El autoconocimiento de poseer una inteligencia que podría destruir a sus oponentes en la ciencia y en el debate religioso, pero que le ponía en las manos la espada de doble filo con la que también podía herir de muerte a su propia alma a causa de la soberbia. Veía en el horizonte de su unión con Dios una bifurcación peligrosa: tomar el camino de la defensa de una doctrina jansenista que le formó una espiritualidad recia de unión con Dios, que lo separaría de la Iglesia fundada por el mismo Dios al que buscaba, o refugiarse en su vida interior cobijado bajo el juramento de fidelidad al vicario de Cristo y lograr la plena comunión con la Iglesia, aun a pesar de no hacer brillar su genialidad con la continuación de la polémica de las cartas al provincial.

Por gracia de Dios y por convicción personal, se rindió para recorrer el segundo camino y esto, sin duda gracias a que consideró su fe como el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que dio un nuevo horizonte a su vida y, con ello, una orientación decisiva: “A Él no se le encuentra sino por las vías enseñadas en el Evangelio  ¡Que nunca me vea separado de Él!.

Dios acudió en su rescate anticipado en la misma noche del Memorial, pues en la parte final del escrito encontramos: “Renuncia total y dulce. Sumisión total a Jesucristo y a mi director”.

Aquí la convicción cristiana y católica surgió para rescatarlo de tomar el camino equivocado; su experiencia mística le había enseñado que no hay contacto directo con el Padre, sino que el Padre únicamente nos es accesible por medio del Hijo; en una misma idea, no hay camino al Redentor sino el que se encuentra en la Iglesia y sólo es a través del mediador, es decir del director. Pascal supo (quizá a través de san Agustín) que independientes y por sí mismas, hasta las palabras de la Escritura pueden ser motivo de alejamiento de Dios. Su experiencia espontánea es admirable, porque reconoce, aún contra la tentación de la vanagloria, el hecho de que, fuera de la Iglesia, el Dios al que estaría siguiendo sería una ilusión.

Así, durante los años que siguieron a su muerte alrededor de las querellas contra los jansenistas se creó el rumor de que Pascal había muerto sin sacramentos y de un modo poco cristiano. Pero con todo, el sacerdote que lo atendió durante sus últimas semanas alzó la voz para declarar con gran rigor que Blaise había muerto como un buen católico, confortado con los últimos sacramentos y en medio de sentimientos absolutamente ortodoxos, y sometido plenamente a la Iglesia y al Santo Padre, el Papa. De hecho, sabemos por este mismo testimonio que recibiendo el viático, pronunció sus últimas palabras: “¡que Dios no me abandone jamás!”

“Esto es la fe: Dios que habla al corazón, no a la razón”. Este fue el verdadero Fuego que consumió a Pascal: su aspiración de Dios, a través de la inmensa belleza del universo que trató de conquistar, a través de la eterna Verdad conocible para el hombre y que Él apasionadamente buscó escondida en todas las cosas.

No hay comentarios: