1 de noviembre de 2013

La mancha y el beso rechazado

Autor: Celso Julio da Silva

Dios perdona siempre. Sin embargo, la bandera de la indiferencia aún ondea en este mundo frente al sentido del pecado, veneno que no mata de sopetón, sino que va anestesiando la conciencia y petrificando el corazón.

“Mira, un confesionario y un sacerdote disponible… Ah, debería aprovechar, ¿verdad? Bueno, mañana”. Lope de Vega poetizó concienzudamente ese tira y afloja de la conciencia: “y no te abrí  (la puerta); te respondí mañana para lo mismo responder mañana”.

Deseo concretar el sentido del pecado sirviéndome de un episodio de las últimas páginas de “Corazón inquieto” de Louis de Wohl, y también de la sorprendente actitud de un niño de diez años.

En los albores del siglo V san Agustin estaba casi poniendo punto final a sus Confesiones, obra entretejida por el relato de sus miserias y el reconocimiento de la misericordia divina.

Solía enviar partes de la misma a amigos suyos con el fin de que abrazasen la fe cristiana. A uno de ellos, Bonifacio, envió un relato de su infancia deteniéndose en aquel día que en compañía de sus amigos robó peras de un vecino y luego se las echó a los cerdos. Y como conclusión, ahora en el ocaso de su existencia, reconocía que con aquel acto había ofendido a Dios.

Entonces la esposa de Bonifacio dijo: “Agustín no me parece muy sabio, tampoco sensato. ¡Qué insignificantes son unas peras! Eso no es pecado”. Bonifacio entonces le dijo: “amor, ¿te acuerdas de nuestras bodas cuando al bajar del carro uno de los caballos pateó un charco y te ensució el vestido? Te enojaste, ¿verdad? Eran manchitas y no te agradaron. Agustín robó unas míseras peras y se dio cuenta de que la misma manchita en su alma no le agradó a Dios y por ello pidió perdón. Debemos hacer lo mismo”.

Examinémonos: ¿tengo manchas en mi alma? ¿Quiero limpiar mi alma con una buena confesión?

Los adultos hacemos nudos con la vida, mientras los niños captan su sentido más profundo partiendo de las menudas cosas que la componen. Todas las noches Miguel ponía a su hijo a dormir entre cobijos y palabras cariñosas y, al final, le besaba la frente y se iba.

Una noche, después de acobijarlo, se acercó para besarle la frente y Pedro apartándole dijo: “perdóname, papá, pero hoy no quiero tu beso porque tu boca ha estado llena de malas palabras”. ¡Vaya muchachito! Ese conocía el sentido del pecado. Imagínate que Dios te dijese “no quiero tu beso”. Pues eso es el pecado que nos imposibilita amar a Dios con todo el corazón.

En fin, ¡cuántas manchitas cargamos y aún no somos capaces de acercarnos a Cristo arrepentidos, el único que nos puede quitar esas manchas! Si conociéramos qué es el pecado desde su misma realidad y adónde nos conduce después de todos sus engaños, sabríamos que una buena confesión siempre nos vendría bien. Porque no podemos amar a Dios, darle ese beso que tanto anhelamos, si antes no limpiamos nuestro corazón con su misericordia.

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