15 de noviembre de 2013

Confiar en Dios en medio de la prueba

Autor: Navegando entre ideas

El P. Vital Lehodey, en su obra “El santo abandono”, recuerda pruebas por las que pasaron algunos santos y que fueron ocasión para inmensas bendiciones de Dios. Recogemos aquí esta parte de su obra como invitación a confiar en la providencia de Dios.

“San Alfonso de Ligorio, ilustre Fundador de los Redentoristas, se vio en sus últimos años indignamente acusado ante el Sumo Pontífice por dos de los suyos; es condenado, privado de su cargo de Superior General y hasta excluido del Instituto que le debía su existencia.

Animábase leyendo la vida de San José de Calasanz, el Fundador de las Escuelas Pías, que fue como él perseguido, expulsado de su Orden y cuyo Instituto fue suprimido, y más tarde restablecido por la Santa Sede. Mas San Alfonso predice: que Dios que ha querido la Congregación en el reino de Nápoles, sabrá mantenerla en él, y que a ejemplo de Lázaro saldrá de la tumba llena de vida, cuando él ya no exista. «Dios ha permitido la dimisión -decía- para multiplicar las casas en los Estados Pontificios.»

Y de hecho, cuando el santo anciano haya apurado hasta las heces el cáliz de las humillaciones y de los dolores, cuando haya sufrido su martirio con la más inalterable paciencia, el cisma, causa de este martirio, cesará como por ensalmo; la Congregación, más floreciente que nunca, extenderá sus ramas por todos los países. Así, aquella horrorosa tempestad que parecía iba a aniquilar el Instituto fue el medio elegido por Dios para propagarlo por el mundo entero, a la vez que consumaba la santidad del Fundador. Y día llegó en que los perseguidores del Santo fueron los más empeñados, según su predicción, en pedir el fin del cisma. ¡Hasta tal punto el éxito momentáneo de sus maquinaciones les embarazaba y llenaba su vida de decepciones y de remordimientos!

Tratándose de la santificación individual, Dios sigue los mismos caminos siempre austeros y a veces desconcertantes.

Nuestro Padre San Bernardo ama con pasión su soledad llena por completo de Dios, «su bienaventurada soledad es su única beatitud». Sólo una cosa pide al Señor: la gracia de pasar allí el resto de sus días, pero la voluntad divina le arranca una y otra vez de los piadosos ejercicios del claustro, lánzale en medio de un mundo que aborrece, en el tráfago de mil asuntos ajenos a su perfección, contrarios a sus gustos de reposo en Dios.

No puede ser todo para su Amado, para su alma, para sus hermanos, y por eso, se inquieta. «Mi vida -dice- es monstruosa y mi conciencia está atormentada. Soy la quimera del siglo, ni vivo como clérigo ni como seglar. Aunque monje por el hábito que llevo, hace ya tiempo que no vivo como tal. ¡Ah, Señor! Más valdría morir, pero entre mis hermanos.»

Dios no le escucha, por lo menos en este sentido, y es preciso bendecirle por ello. Porque el santo «aconseja a los Papas, pacifica a los reyes, convierte a los pueblos, pone fin al cisma, abate la herejía, predica la cruzada». Y en medio de tantos prodigios y triunfos se mantiene humilde, sabe hacerse una soledad interior, conserva todas las virtudes de perfecto monje y no vuelve a su claustro sino acompañado de multitud de discípulos. Es, no la quimera, sino la maravilla de su siglo.

Abrumado por el peso de los negocios, San Pedro Celestino suspira por su amada soledad y abdica al Sumo Pontificado para volverla a hallar. Dios se la concede, mas en forma del todo contraria a la que él había pensado, pues fue puesto en prisión. «Pedro -decíase a sí mismo entonces-, tienes lo que tanto tiempo deseaste, la soledad, el silencio, la celda, la clausura, las tinieblas en esta estrecha y bienaventurada prisión. Bendice a Dios sin cesar, pues ha satisfecho los deseos de tu alma de una manera más segura y agradable a sus ojos que la que tú proyectabas. Quiere Dios ser servido a su modo, no al tuyo.»

El caballero de Loyola, herido ante los muros de Pamplona, podía considerar hundido su porvenir, mas allí le esperaba Dios para conducirle por este accidente mil veces feliz a la maravillosa conversión de la que había de nacer la Compañía de Jesús.

¿No es así como día tras día la mano de Dios nos hiere para salvarnos? La muerte deja claros en nuestras filas y nos arrebata las personas con las que contábamos; relaciones inexplicables desnaturalizan nuestras intenciones y nuestros actos; se nos quita por este medio, al menos en parte, la confianza de nuestros superiores, abundan las penas interiores, desaparece nuestra salud, las dificultades se multiplican por dentro y por fuera la amenaza está siempre suspendida sobre nuestras cabezas.

Llamamos al Señor, y hacemos bien. Quizá le pedimos que aparte la prueba; y a semejanza de un padre amante y tierno, pero infinitamente más sabio que nosotros, no tiene la cruel compasión de escuchar nuestras súplicas si las halla en desacuerdo con nuestros verdaderos intereses, prefiriendo mantenernos sobre la cruz y ayudarnos a morir más por completo a nosotros mismos, y a tomar de ella una nueva savia de fe, de amor, de abandono; de verdadera santidad.

En resumen, jamás pongamos en duda el amor de Dios para con nosotros. Creamos sin titubear en la sabiduría, en el poder de nuestro Padre que está en los cielos. Por numerosas que sean las dificultades, por amenazadores que puedan presentarse los acontecimientos, oremos, hagamos lo que la Providencia exige, aceptemos de antemano la prueba si Dios la quiere, abandonémonos confiados a nuestro buen Maestro, y con tal conducta, todo, absolutamente todo, se convertirá en bien de nuestra alma.

El obstáculo de los obstáculos, el único que puede hacer fracasar los amorosos designios de Dios sobre nosotros, sería nuestra falta de confianza y de sumisión, porque Él no quiere violentar nuestra voluntad. Si nosotros por nuestra resistencia hacemos fracasar sus planes de misericordia, suya será en todo caso la última palabra en el tiempo de su justicia, y finalmente hallará su gloria. En cuanto a nosotros, habremos perdido ese acrecentamiento de bien que Él deseaba hacernos”.

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