Autor: Fernando Pascual
Habíamos puesto nuestra
confianza en un amigo, un familiar, un compañero de trabajo. Creímos que era
bueno, que guardaría un secreto, que estaría a nuestro lado en los momentos de
dificultad. Pero un día descubrimos el engaño, sentimos una pena inmensa ante
la traición menos esperada.
El desengaño deja heridas
profundas en los corazones. Después de haber convivido durante cierto tiempo
con una persona tal vez llegamos a pensar que la conocíamos. Pero ella
(como también podemos hacer nosotros) quizá escondió algún aspecto de su propia
vida. O quizá, algo que ocurre con más frecuencia, era realmente una buena
persona, pero ha tenido un mal momento y no supo estar a la altura de lo que
nosotros esperábamos de ella.
Hemos sufrido desengaños, y
hemos desengañado a otros. Hay personas que pusieron su confianza en nosotros,
y les fallamos. Sentimos, entonces, que no siempre somos víctimas, sino que no
pocas veces somos verdugos...
Dios, ¿sufre desengaños? ¿Llega
el día en que “descubre” que sus hijos no somos tan buenos? ¿Se siente
traicionado y desilusionado ante los comportamientos humanos?
Resulta extraño decir que
Dios sufra desengaños, pues Él sabe todo “antes” de que ocurra. O, mejor, Dios
está fuera del tiempo: lo que fuimos ayer, lo que hacemos hoy y lo que seremos
mañana están simultáneamente bajo su mirada.
En la Escritura, sin embargo,
se habla de los “sentimientos” de Dios de modo humano, y se llega a decir que
Dios siente pesar y se arrepiente de haber creado a los hombres sobre la tierra
(cf. Gn 6,6-7).
Pero también se dice que Dios
tiene un corazón más grande y más amoroso que el de una madre: si ella dejase
de amar al fruto de sus entrañas, Dios no puede dejar de amarnos (cf. Is
49,15).
El amor de Dios es eterno, es
constante, es fiel (cf. Is 54,8 y Jer 31,3). Incluso después de
nuestros pecados, después de las miles de veces que ofendimos su amor y le “desengañamos”,
Él mantuvo su cariño hacia nosotros (cuando menos lo merecíamos) y entregó a su
Hijo para salvar a los que estábamos sumergidos en el pecado (cf. Rm 5).
Aquí radica la grandeza de
Dios y la sorpresa maravillosa del mensaje cristiano: Dios es siempre fiel en
su Amor hacia nosotros, aunque no le demos ningún motivo para amarnos y sí
muchos motivos para “desengañarle” y para provocarle hacia la ira (cf. 1Jn
4,9-10).
Por lo mismo, la manera
cristiana de responder ante los desengaños que sufrimos de otros debe ser
semejante a la divina: no con odio o rencor, sino con un amor que sabe esperar,
perdonar y acoger. Si Dios ha sido tan bueno con nosotros, ¿no podemos empezar
a ser un poco más buenos y misericordiosos con nuestros hermanos? (cf. Lc
6,35-37; 1Pe 3,8-9).
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