Autor: Ignacio Rubio
Hípola
Según muchos, y entendidos, estamos hablando de un
futuro “Doctor de la Iglesia”. En los últimos años ha aumentado su prestigio y
difusión como autor, a raíz de su beatificación en el viaje del Santo Padre
Benedicto XVI a Gran Bretaña, y por la actualidad de los temas que trata. A
pesar de ser un autor de finales del siglo antepasado, todavía hoy tiene “voz y
voto”. Es un escritor de todo tiempo, es un intelectual fuerte y un hombre de
una pieza. En la era de la nebulosidad mental, de la dictadura del relativismo
y del pensamiento débil, los escritos del gran John Henry Newman nos
desconciertan más que nunca.
El tema de la Pasión es no sólo un fabuloso botón de
muestra, que nos permite empaparnos con múltiples textos y sermones que
escribió sobre el mismo, es también una temática que aúna y simboliza todo lo
que es la vida y experiencia del eminente cardenal inglés. Como cristiano tuvo
que batallar contra las corrientes intelectuales de su tiempo, como anglicano
contra la insatisfacción en la que se vio encerrado en su búsqueda del
magisterio original de la Iglesia, que acabó encontrando en la Iglesia Católica
Romana. Y en esta búsqueda de su hogar espiritual, tuvo que soportar las
críticas de amigos y enemigos a su persona y a su obra. Para un hombre de una
espiritualidad superior, con un alma profundamente sensible, este camino estuvo
significativamente marcado por la sombra de la cruz. Camino que le llevó a una
crucifixión interior de la cual fue muy consciente. Cada uno de los pasos que
fue dando, fue dado con plena libertad y con conocimiento de las causas y
consecuencias. Anota en una carta del 16 de noviembre de 1844 - en medio de la
profunda crisis que le llevó del anglicanismo al catolicismo, mientras escribía
su magnífico ensayo sobre “el desarrollo de la doctrina cristiana” -: “Estoy
atravesando por lo que tengo que atravesar, y mi único consuelo es que cada día
de dolor se quita de la necesaria cantidad que debo beber hasta las heces.
(...) Durante días he tenido literalmente dolor de todo mi corazón, y de cuando
en cuando, todas las quejas del salmista parecían convenirme a mí”. En esta
misma carta afirma a su vez contundentemente: “ la única y soberana razón
para presumir un cambio es mi profunda e invariable convicción de que nuestra
iglesia es cismática y mi salvación depende de mi unión a la Iglesia de Roma”.
Iglesia que, por otra parte no le atraía humanamente de ninguna manera...
Estaba pasando por su más fuerte experiencia del Calvario espiritual: el paso
de su conversión del anglicanismo y de todas sus seguridades en la vida, como
pastor y profesor de Oxford... a la Iglesia católica, y a la gran inseguridad
de ser signo de contradicción.
Para comprender a Newman y lo que la pasión significó
para él, tenemos que entender su visión de la libertad de conciencia, y la
relación de la persona con Dios como elemento fundamental para entender la
existencia del hombre. Newman es pionero de una teología personalista muy
atractiva para los grandes intelectuales y teólogos del siglo XX, a los que
tocó pasar por los horrores de la guerra y el sucederse de movimientos e
ideologías totalitarias que han atacado de diversas formas a la persona. La
conciencia personal, la libertad personal verdadera (no el “libertinaje”
falsificado de “hago lo que me da la gana “, que es en el fondo la esclavitud
del hombre que se deja llevar por sus pasiones), toma un peso y un valor
fundamental para comprender y definir al hombre. Esta libertad de conciencia
está muy lejos de ser una subjetividad autosuficiente, sino que es un camino de
obediencia a la verdad objetiva.
Y es precisamente este punto el que hace de Newman un
privilegiado narrador de los sufrimientos del Cristo Dios y Hombre verdadero,
que por la humanidad entera padece en su persona las penas morales más fuertes
que ningún hombre haya podido o pueda soportar. ¿Y por qué? Simple y llanamente
porque no ha habido ni habrá hombre más completo y perfecto que Nuestro Señor
Jesucristo. No ha habido ni habrá hombre que haya sido más consciente de la
realidad de su propia libertad y que haya actuado en su vida en razón de esta
realidad. No ha habido ni habrá jamás alguien que haya tenido en su interior
una intimidad y dependencia relacional tan fuerte como la tuvo el Dios Hombre,
segunda persona de la Santísima Trinidad, Hijo de Dios... con su Padre
Celestial. Cuando hubo llegado su hora —aquella hora de Satanás y de tinieblas,
en la cual el pecado iba a derramar toda su malicia sobre Él—, aconteció que se
ofreció completamente en holocausto, y así como todo su Cuerpo pendía de la
Cruz, así también entregó a sus verdugos toda su Alma, dándose cuenta
plenamente, con total conocimiento e inteligencia despiertísima, con
cooperación viviente e intensidad absoluta, no como quien concede un permiso
virtual o sumisión pusilánime. Todo esto fue lo que Cristo entregó a los que lo
atormentaban. Su Pasión no fue un mero estado pasivo, sino verdadera acción.
Cristo vivió enérgica e intensamente, mientras languidecía, se desmayaba y
moría. No murió sino por un acto de su voluntad, pues al inclinar su cabeza, lo
hizo tanto en señal de acatar una orden como en señal de resignación. Por eso
dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Cristo dio la orden:
entregó su Alma, pero no la perdió.
La vida de Newman fue un lento peregrinar, subiendo
paso a paso el Calvario que Dios le quiso regalar, con el cual pudo seguir a su
modelo y maestro Jesucristo. Dios se convirtió en hombre perfecto, con cuerpo y
alma; y no sólo tomó un cuerpo de carne que admitiese las heridas y la muerte,
y fuese capaz de sufrimientos, sino también un alma susceptible de estos sufrimientos,
y aún más, susceptible de las penas y amarguras propias del alma humana, por
lo que, así como su cuerpo sufrió la Pasión expiatoria, así también la sufrió
su alma. Concebirlo es de hecho imposible para nuestras mentes limitadas. Pero
podemos hacernos una idea de la diferencia eterna que existe entre
nuestra posibilidad y capacidad de padecer... y la de Cristo. La relación de
Dios con su alma es de una naturaleza única e irrepetible. Si consideramos la
forma en que Newman interpreta y comprende la existencia del ser humano a
través de la conciencia, que ve a esta como las relaciones entre Dios y el
alma, podemos atisbar la profundidad de la experiencia del dolor que supuso
para Cristo el verse ante su Padre cargando con todos nuestros pecados y el tener
la conciencia clarísima de lo que estaba haciendo y de lo que estaba sufriendo.
De
Newman podemos aprender para nuestra propia vida esta grandeza del alma que
tiene las riendas de su vida y que sabe hacia dónde quiere ir. Del alma noble
que supera su propio egoísmo y conveniencias en favor del seguimiento de la
verdad en su vida; una verdad que no es un concepto abstracto, sino una
realidad experimentada y alcanzada a través de la apertura a la gracia divina y
del esfuerzo personal por seguir lo que Dios nos pide. Del alma fuerte capaz de
escoger con pleno conocimiento el camino difícil, el de la cruz, que es por el
que Dios nos pide seguirle para alcanzar con Él el premio de la gloria y la
felicidad eterna.
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