31 de marzo de 2014

Juan XXIII y la penitencia



Autor: Navegando entre ideas

En el tiempo de Cuaresma es oportuno recordar algunas palabras del Papa Juan XXIII sobre la penitencia, en su encíclica Paenitentiam agere (1 de julio de 1962), publicada en vistas de la celebración del Concilio Vaticano II.

Necesidad de la penitencia interna y externa

Ante todo es necesaria la penitencia interior, es decir, el arrepentimiento y la purificación de los propios pecados, que se obtiene especialmente con una buena confesión y comunión y con la asistencia al sacrificio eucarístico. A este género de penitencia deberán ser invitados todos los fieles durante la novena al Espíritu Santo. Serian vanas, en efecto, las obras exteriores de penitencia si no estuviesen acompañadas por la limpieza interior del alma y por el sincero arrepentimiento de los propios pecados. En este sentido debe entenderse la severa advertencia de Jesús: “Si no hacéis penitencia, todos por igual pereceréis” (Lc 13,5). ¡Que Dios aleje este peligro de todos aquellos que nos fueron confiados!


Los fieles deben, además, ser invitados también a la penitencia exterior, ya para sujetar el cuerpo al imperio de la recta razón y de la fe, ya para expiar las propias culpas y la de los demás. El mismo San Pablo, que había subido al tercer cielo y había alcanzado los vértices de la santidad, no duda en afirmar de sí mismo: “Mortifico mi cuerpo y lo tengo en esclavitud” (1Co 9, 27); y en otro lugar advierte: “Aquellos que pertenecen a Cristo han crucificado la carne con sus deseos” (Ga 5, 24). Y San Agustín insiste sobre las mismas recomendaciones de esta manera: “No basta mejorar la propia conducta y dejar de practicar el mal, si no se da también satisfacción a Dios de las culpas cometidas por medio del dolor de la penitencia, de los gemidos de la humildad, del sacrificio del corazón contrito, unido a la limosna” [9].

La primera penitencia exterior que todos debemos hacer es la de aceptar de Dios con resignación y confianza todos los dolores y los sufrimientos que nos salen al paso en la vida y todo aquello que comporta fatiga y molestia en el cumplimiento exacto de las obligaciones de nuestro estado, en nuestro trabajo cotidiano y en el ejercicio de las virtudes cristianas. Esta penitencia necesaria no sólo vale para purificarnos, para hacernos propicios al Señor y para impetrar su ayuda por el feliz y fructuoso éxito del próximo Concilio Ecuménico, sino que también hace ligeras y casi suaves nuestras penas por cuanto nos pone ante los ojos la esperanza del premio eterno: “Los sufrimientos del tiempo presente no tienen comparación alguna con la gloria que se manifestará un día en nosotros” (Rm 8,18).

Cooperar en la divina redención

Además de las penitencias que necesariamente hemos de afrontar por los dolores inevitables de esta vida mortal, es preciso que los cristianos sean generosos para ofrecer a Dios también voluntarias mortificaciones a imitación de nuestro divino Redentor, quien, según la expresión del Príncipe de los Apóstoles, “murió una vez por todas por los pecados, el justo por los injustos, a fin de conducirnos a Dios, llevado a la muerte en su carne, mas conducido a la vida en el espíritu” (1P 3,18).

“Puesto que Cristo padeció en su carne”, revistámonos también nosotros “del mismo pensamiento” (Ibíd., 4, 1). Sírvannos en esto de ejemplo y aliento los santos de la Iglesia, cuyas mortificaciones en su cuerpo, a menudo inocentísimo, nos llenan de maravillas y casi nos confunden. Ante estos campeones de la santidad cristiana, ¿cómo no ofrecer al Señor alguna privación o pena voluntaria por parte también de los fieles que, quizá, tienen tantas culpas que expiar? Aquéllas son tanto más gratas a Dios cuanto que no proceden de la enfermedad natural de nuestra carne y de nuestro espíritu, sino que son espontánea y generosamente ofrecidas al Señor en holocausto de suavidad.

Es sabido, por último, que Concilio Ecuménico tiende a incrementar por nuestra parte la obra de la Redención que Nuestro Señor Jesucristo “oblatus… quia ipse voluit” (Is 53,7), vino a traer a los a hombres no sólo con la revelación de su celestial doctrina, sino también con el derramamiento voluntario de su preciosa sangre. Pues bien, pudiendo cada uno de nosotros afirmar con el Apóstol San Pablo: “Gozo en lo que padezco... y cumplo en lo que falta a los padecimientos de Cristo en pro de su cuerpo, que es la Iglesia” (Co 1,24), debemos gozar también nosotros de poder ofrecer a Dios nuestros sufrimientos “para la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4,12), que es la Iglesia. Nos debemos sentir tanto más alegres y honrados de ser llamados a esta participación redentora de la pobreza humana, muy a menudo desviada de la recta vía de la verdad y de la virtud.

Muchos, por desgracia, en vez de la mortificación y de la negación de sí mismos, impuestas por Jesucristo a todos sus seguidores con las palabras: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome todos los días su cruz y sígame” (Lc 9,23), buscan más bien los placeres desenfrenados de la tierra y desvían y debilitan las energías más nobles del espíritu. Contra este modo de vivir desarreglado, que desencadena a menudo las más bajas pasiones y lleva a grave peligro de la salvación eterna es preciso que los cristianos reaccionen con la fortaleza de los mártires y de los santos que han ilustrado siempre la Iglesia católica. De este modo todos podrán contribuir, según su estado particular, al mayor éxito del Concilio Ecuménico Vaticano II, que debe conducir precisamente a un reflorecimiento de la vida cristiana”.

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