Autor:
Celso Julio da Silva
Es
maravilloso reconocer el hecho de que Dios haya elegido al papa Francisco en
este momento del peregrinar de la barca de Pedro por los mares de este mundo.
Como si Dios quisiese mostrar su rostro al hombre de hoy, su rostro humano y
divino, nos ha regalado al papa Francisco, instrumento que con su presencia y
su palabra nos invita constantemente a descubrir cuál es el verdadero rostro de
Dios hecho carne, cuál es el verdadero rostro de la Iglesia, el rostro de cada
cristiano. En dos palabras, este es nuestro rostro: servicio y humildad.
En
la carta publicada y dirigida a los recién nombrados cardenales (12-1-2014),
una carta sencilla, pero cargada de compromiso y confianza, percibimos la insistencia
del Espíritu Santo para que todos los grados de la jerarquía del Cuerpo místico
de Cristo vivan su estado de vida como un don humilde y servicial a la obra de
Cristo y a la salvación de las almas.
Cristiano
que no sirve no es cristiano, es un pagano. Son palabras del pontífice que nos
proponen un profundo examen de conciencia continuo. No somos superiores a los
demás. Todos somos hijos de Dios. Nuestra fe es una sola. Por eso, nadie dentro
de la Iglesia, sea laico, sea sacerdote, obispo o cardenal, nadie debe sentirse
superior a nadie, aunque ocupe altos cargos en la jerarquía eclesiástica.
Cristo,
Cabeza de la Iglesia, se humilló, vivió con un corazón de hombre, con manos y
pies de hombre. Así Dios quiso abrazar con un amor eterno nuestras limitaciones.
¡Cuántas veces bajó la cabeza y guardó silencio delante de las injurias y de
los malos tratos de parte de los hombres!
Si
Dios se abaja, ¿Por qué tú, cristiano, te levantas en tu propio orgullo y tu
propio egoísmo? ¿Cuándo seremos auténticos cristianos? Cuando hayamos hecho un
encuentro personal con el Señor manso y humildad de corazón.
Fijémonos.
La cosa más linda de la curación de la suegra de Pedro, para ilustrar, no es el
hecho de la curación, ni mismo el hecho de que fuese sanada justamente la suegra
de Pedro, ¡claro que no! Leyendo atentamente notamos que el pasaje termina
afirmando: “y ella se levantó e inmediatamente se puso a servirles” (Lc
4,39). La presencia de un cristiano dentro de la comunidad y de la sociedad
solamente irradia fuerza y dinamismo cuando está imbuida de esta característica
fundamental del rostro de la Iglesia, del rostro de Jesucristo: el servicio.
La
segunda faceta del rostro de la Iglesia es la humildad. ¡Qué rosa difícil de
encontrar en el amplio jardín de la humanidad! Cristiano que no es humilde no
es cristiano. Si el servicio a Dios y a los hombres nace de esta virtud
exótica, entonces podemos imaginar la gran necesidad de ser siempre humildes.
Cuántas
veces por falta de humildad actualizamos en la propia vida la construcción de
la torre de Babel. Queremos saber más que los demás, queremos llegar a Dios con
nuestras propias fuerzas; entonces vamos poniendo piedra sobre piedra, orgullo
sobre orgullo, vanidad sobre vanidad, pecado sobre pecado: vamos construyendo
la arquitectura de nuestra propia miseria y fragilidad. Como en Babel, nos
alejamos unos de otros hasta el punto de no conocer más el lenguaje del
prójimo, sus necesidades y sus alegrías. Cristiano que no vive la humildad está
levantando la torre de Babel, y eso no es construir la Iglesia de Jesucristo.
Dios permitió que Babel resultase en sinónimo de confusión, dispersión y
división (Gen 11,9).
Jesús
escuchó de boca de un pagano romano: “Señor, no soy digno de que entres en mi
casa, mas di una sola palabra y mi siervo se sanará” (Mt 8,8). Y Jesús
se maravilló: “nunca he visto tanta fe en Israel” (Mt 8,10). Fe que
brota de la humildad, de un corazón que permite que el Señor reúna a sus hijos
en el mismo amor que sustenta esa bella virtud. Así podemos estar seguros de
que la Iglesia tiene un rostro siempre nuevo, un rostro resucitado, el que es
propio de una Iglesia más sencilla y humilde.
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