14 de marzo de 2014

El rostro de la Iglesia es el servicio y la humildad




Autor: Celso Julio da Silva

Es maravilloso reconocer el hecho de que Dios haya elegido al papa Francisco en este momento del peregrinar de la barca de Pedro por los mares de este mundo. Como si Dios quisiese mostrar su rostro al hombre de hoy, su rostro humano y divino, nos ha regalado al papa Francisco, instrumento que con su presencia y su palabra nos invita constantemente a descubrir cuál es el verdadero rostro de Dios hecho carne, cuál es el verdadero rostro de la Iglesia, el rostro de cada cristiano. En dos palabras, este es nuestro rostro: servicio y humildad.

En la carta publicada y dirigida a los recién nombrados cardenales (12-1-2014), una carta sencilla, pero cargada de compromiso y confianza, percibimos la insistencia del Espíritu Santo para que todos los grados de la jerarquía del Cuerpo místico de Cristo vivan su estado de vida como un don humilde y servicial a la obra de Cristo y a la salvación de las almas.


Cristiano que no sirve no es cristiano, es un pagano. Son palabras del pontífice que nos proponen un profundo examen de conciencia continuo. No somos superiores a los demás. Todos somos hijos de Dios. Nuestra fe es una sola. Por eso, nadie dentro de la Iglesia, sea laico, sea sacerdote, obispo o cardenal, nadie debe sentirse superior a nadie, aunque ocupe altos cargos en la jerarquía eclesiástica.

Cristo, Cabeza de la Iglesia, se humilló, vivió con un corazón de hombre, con manos y pies de hombre. Así Dios quiso abrazar con un amor eterno nuestras limitaciones. ¡Cuántas veces bajó la cabeza y guardó silencio delante de las injurias y de los malos tratos de parte de los hombres!

Si Dios se abaja, ¿Por qué tú, cristiano, te levantas en tu propio orgullo y tu propio egoísmo? ¿Cuándo seremos auténticos cristianos? Cuando hayamos hecho un encuentro personal con el Señor manso y humildad de corazón.

Fijémonos. La cosa más linda de la curación de la suegra de Pedro, para ilustrar, no es el hecho de la curación, ni mismo el hecho de que fuese sanada justamente la suegra de Pedro, ¡claro que no! Leyendo atentamente notamos que el pasaje termina afirmando: “y ella se levantó e inmediatamente se puso a servirles” (Lc 4,39). La presencia de un cristiano dentro de la comunidad y de la sociedad solamente irradia fuerza y dinamismo cuando está imbuida de esta característica fundamental del rostro de la Iglesia, del rostro de Jesucristo: el servicio.

La segunda faceta del rostro de la Iglesia es la humildad. ¡Qué rosa difícil de encontrar en el amplio jardín de la humanidad! Cristiano que no es humilde no es cristiano. Si el servicio a Dios y a los hombres nace de esta virtud exótica, entonces podemos imaginar la gran necesidad de ser siempre humildes.

Cuántas veces por falta de humildad actualizamos en la propia vida la construcción de la torre de Babel. Queremos saber más que los demás, queremos llegar a Dios con nuestras propias fuerzas; entonces vamos poniendo piedra sobre piedra, orgullo sobre orgullo, vanidad sobre vanidad, pecado sobre pecado: vamos construyendo la arquitectura de nuestra propia miseria y fragilidad. Como en Babel, nos alejamos unos de otros hasta el punto de no conocer más el lenguaje del prójimo, sus necesidades y sus alegrías. Cristiano que no vive la humildad está levantando la torre de Babel, y eso no es construir la Iglesia de Jesucristo. Dios permitió que Babel resultase en sinónimo de confusión, dispersión y división (Gen 11,9).

Jesús escuchó de boca de un pagano romano: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, mas di una sola palabra y mi siervo se sanará” (Mt 8,8). Y Jesús se maravilló: “nunca he visto tanta fe en Israel” (Mt 8,10). Fe que brota de la humildad, de un corazón que permite que el Señor reúna a sus hijos en el mismo amor que sustenta esa bella virtud. Así podemos estar seguros de que la Iglesia tiene un rostro siempre nuevo, un rostro resucitado, el que es propio de una Iglesia más sencilla y humilde.

Que el esfuerzo del Santo Padre por construir una Iglesia humilde y en servicio desinteresado al prójimo sea un estímulo eficaz para todos los cristianos y hombres de buena voluntad. 

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