23 de abril de 2012

El guardián de mi hermano

Autor: Max Silva Abbott

Si se mira con atención, buena parte del debate ético y jurídico contemporáneo (aborto, infanticidio, eutanasia, uniones de hecho) está motivado, pese a todos los adornos que se le coloquen, por el más puro desinterés por el otro –en particular el débil– e incluso, en algunos casos, por el egoísmo. 

En efecto, en un mundo que exalta el éxito, la belleza, la juventud, el lucro o el placer (entre otros valores endiosados hoy hasta el paroxismo), la sola idea de postergarse a uno mismo en pos de otros que requieren de nuestra ayuda, se torna intolerable para ciertos sectores, considerando situaciones como estas, gravemente atentatorias contra la libertad individual y la realización personal. Así, si un embarazo es tildado de “no deseado”, casi de manera mágica, se estaría justificando la eliminación de ese verdadero agresor de la propia felicidad; si pese a ser deseado, el niño ya nacido no cumple las expectativas de los progenitores, o éstos han cambiado de idea, el infanticidio, igualado al aborto (como dejaba entrever hace poco una prestigiosa revista médica inglesa), viene a ser la solución final a tan molesto problema; si un enfermo da demasiado trabajo o resulta muy caro, pese a sus posibles méritos anteriores, pasa a ser eliminado casi por medio de un proceso administrativo de eutanasia, incluso –se ha visto– contra su voluntad; si el supuesto amor de la vida presenta “vicios ocultos”, o simplemente aparece otro “amor más grande”, debe ser posible echarlo todo por la borda, con hijos incluidos, para comenzar de nuevo; y un largo etcétera.

En todos estos y otros muchos casos, lo que falta es generosidad para con el otro, lo que llega incluso a su no consideración como “otro” (por ejemplo, al negarle la calidad de persona al no nacido o al niño); y al mismo tiempo, lo que sobra es individualismo, interés por el propio yo, y egoísmo en no pocos casos.

De hecho, a estas situaciones podría muy bien aplicarse la frase que Caín responde a Dios cuando éste pregunta por Abel: “¿Soy acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9). Y esto parece ser parte del problema: que muchos no quieren ser guardianes de otros, sino sólo de sí mismos; mas a la vez, exigen que los demás sean “guardianes” suyos –si bien a la fuerza–, al poder imponerles sus deseos sin importar qué costos asuman esos otros –incluso al extremo de eliminarlos, llegado el caso– hacia quienes no se tiene consideración alguna.

Es por eso que también podría aplicarse aquí la respuesta de Dios a Caín: “Clama la sangre de tu hermano y su grito me llega desde la tierra” (Gn 4,10), lo que lamentablemente ocurre en muchos de los casos en que “el otro” molesta, o no permite lograr los individualistas planes de vida de algunos.

Mas, la pregunta parece obvia: ¿puede una sociedad subsistir de verdad si nadie quiere ser guardián de su hermano?

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