23 de mayo de 2012

Amor embotellado

Autor: Álvaro Correa

Dice san Agustín que “no puede llamarse feliz quien no tiene lo que ama”. Esta sentencia es clara como un rayo de sol. El hombre feliz es el que ama y posee el objeto de su amor. Su corazón es entonces libre y su vida es una donación al amado.

El obispo de Hipona prefiere sentenciar en sentido negativo porque no todos los hombres son verdaderamente felices. El corazón que llevamos en el pecho es exigente y no se contenta con cualquier amorcillo; detesta el egoísmo, ese sucedáneo falso del amor. ¿A dónde ha ido a parar el amor genuino? Quizás al fondo de una botella...

Hay, sin embargo, una historia feliz de un amor embotellado. En 1963 una niña de diez años, que se llamaba Annie, viajaba en un barco sobre el Canal de la Mancha. La travesía en el mar, ya se sabe, puede ser aburrida para los niños, o muy divertida si encuentran cauce a sus curiosidades e inquietudes. Annie, para colorear y dar un tono de ilusión al viaje, escribió un mensaje en una hoja, lo enrolló y lo metió en una botella. “¡Una, dos y... tres!”... y la lanzó al mar. El barco continuó la travesía y Annie vio alejarse la botella, poco a poco, acurrucada en la mecedora de las olas.

No pasaron muchos días, porque dicen que el mar devuelve todo, y las olas, como un correo exprés, depositaron la botella en la playa holandesa de Nordwick. Allí había un niño igualmente lleno de ilusiones. Se llamaba Niels y, cosa curiosa, también tenía diez años. Recogió la botella, retiró el tapón y extrajo el mensaje. Lo desenrolló y, con la emoción del que encuentra un tesoro, leyó: “Si alguno encuentra este mensaje escríbame diciéndome dónde lo ha recogido”. Annie había estado atenta para anotar su dirección. Niels le respondió de inmediato. ¡Qué alegría para Annie! De esa primera carta brotó una frecuente correspondencia epistolar que duró años. La amistad creció más que las ondas que llevaron a cuestas la botella y un día Annie y Niels se encontraron, se enamoraron y, en 1978, se unieron en feliz matrimonio.

Esta anécdota parece una fábula, sólo que es una realidad. Cómo sería hermoso si los acontecimientos de nuestra vida fueran así. Resulta que a algunos, en ocasiones,  nos ocurre lo contrario: muchas de nuestras realidades parecen fábulas.  A la sociedad moderna en que nos movemos se le ha hecho cuesta arriba “el amor a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos”. El amor genuino, ese que nace del corazón de Dios y llega hasta el pecho de los cristianos y hombres de buena voluntad, debería ser una realidad más esplendorosa que el sol, pero muchos lo consideramos como la moraleja de una bonita fábula. Tenemos ese amor dentro de una botella.

Gracias al cielo, crece toda una muchedumbre de personas buenas, de cristianos auténticos, que nadan, como los salmones, contra corriente, y son capaces de desafiar y de trepar por las cascadas del materialismo, de la perversión moral y del error doctrinal que campean airosos en estos tiempos. Son los cristianos de hoy que las futuras generaciones llevarán a los altares. Ellos creen en Dios, lo aman sobre todas las cosas y tienen su corazón tan repleto de felicidad que salen al paso de su prójimo para compartir su dicha. Poseen el amor genuino.

Ejemplos de estos buenos cristianos hay más que abundantes. La mayoría de ellos quedan en el radio personal de cada quien, otros saltan las fronteras y van corriendo de boca en boca. Un ejemplo es el siguiente: La Madre Teresa de Calcuta cuenta que un día lo llamó un viejo totalmente desfigurado por la lepra, el cual le pedía que le repitiera que Dios lo amaba: “Repítame eso que dijo, porque me hace bien. Siempre escuché que nadie nos ama. Es maravilloso saber que Dios nos ama. Dígamelo otra vez”. La Madre Teresa y el pobre leproso, en el escondrijo de un tugurio, hacían lucir la buena nueva de Dios para cada hombre: “¡Estoy contigo! ¡Te amo!” Y, de verdad, cuánto bien nos hace saberlo.

Los cristianos como la Madre Teresa, como Juan Pablo II, como los párrocos y religioso fervorosos, como los padres y madres de familia, fieles y enamorados, se encargan de decírnoslo continuamente. ¡Nos hace mucho bien saber que Dios nos ama! ¡Nos llena el corazón saborear el amor genuino, el amor eterno, el amor divino!

Parafraseando la cita inicial de san Agustín, se podría decir que “no puede llamarse feliz quien tiene embotellado el amor a Dios y a su prójimo”.  Ese amor no puede quedar a la deriva del egoísmo, como una botella sobre el dorso del mar. Es necesario vivir este amor y darlo a conocer con el propio testimonio, con la palabra, por escrito, en la televisión o dentro de un vagón del metro, en casa o en un campo de fútbol, a un pobre leproso o a un exitoso empresario. Es feliz el hombre que lleva consigo el amor a Dios y al prójimo como la mayor riqueza de sí mismo.

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