21 de mayo de 2012

Sigan discutiendo... yo me marcho de casa

Autor: Álvaro Correa

          Un niño de siete años, de Frosinone (Italia), no soporta más vivir en la casa de sus padres. Por desgracia no hay día en que no asista a una discusión entre ellos. Se siente impotente para acallar los insultos, los gritos y los despechos mutuos. Su caso llegó al Tribunal de los Menores que ha presentado la petición de tutela a cargo de los abuelos paternos. Esto sucede el 5 de febrero del 2004, día de santa Águeda, la mártir siciliana. Poco menos que un real martirio vive este niño, -que llamaremos Romeo- , cuyo corazón sangra en cada discusión de sus padres.
          Esta noticia rompe la paz de un día como una piedra que entra de golpe por la ventana del balcón. Deja una preocupación grande porque el Tribunal de Menores podrá otorgar la tutela a los abuelos, pero, ¿quién concederá a Romeo la verdadera serenidad en su vida? Ciertamente el niño no será más un impotente espectador en medio de una batalla que no puede detener. Sale de la escena. Pero es probable que cada paso, que lo aleje de su casa, le haga resonar en su interior, con mayor insistencia, una y otra vez, el eco agudo y doloroso de esas discusiones. Y, ¿qué paz habrá en el corazón de un niño que sale de casa donde discuten sus papás? ¿Sonríe el niño que cierra la puerta, desesperado, dejando atrás su hogar y su familia?

          Estamos lejos de saber si hay una ruptura total en el amor de los padres. Dios quiera que no. Las discusiones no deberían darse, pero se suelen dar. Son como las olas de mar que el viento levanta. Entre marido y mujer no siempre se da un mismo punto de vista, y puede suscitarse una discusión. Por lo general ésta llega a diluirse con la comprensión de ambas partes. Las rocas detienen la fuerza del oleaje. El problema es que, cuando un huracán empuja con furia el mar, las olas se levantan como zarpazos sobre el freno de la tierra devastando e inundando todo. ¿Quién puede detener el mar alocado?

          Romeo ha invocado un salvavidas. Los abuelos acudirán en su auxilio. El deseo profundo de quienes hemos sabido esta situación es que sus padres se reconcilien renovando el amor mutuo que se profesaron hace años.

          ¿Quién puede detener el mar alocado? Materialmente nos ha sido imposible hasta ahora. Somos una cáscara de nuez ante la inmensidad de esa mole de agua sin riendas. Cuando el mar se enfurece solo nos queda la alternativa de correr tierra adentro a toda prisa. Pero la situación es diversa en el caso de las relaciones entre las personas. Los problemas a veces parecen mayores que las fueras de la naturaleza, sin embargo, sí tenemos el poder de superarlos: ¡Dios nos ha concedido participar de su Amor omnipotente y misericordioso! No hay roca más sólida que el amor, ni flor más delicada que él. El amor detiene los corazones en tempestad, el amor cura las heridas, limpia de nuevo la mirada para verse como la primera vez.

          Los hombres hemos creado, por necesidad, muchos tipos de Tribunales para dirimir nuestros conflictos. Pero, lamentablemente, no hemos sido capaces de crear Tribunales de Amor. Una radiografía cruel reduce nuestros Tribunales a una especie de fábrica de muros que separan las partes en conflicto dejando a cada quien con el odio que tenía, y, en algunos casos, agigantándolo. Si existiera un Tribunal del amor, en el que se acudiese a recuperar los pedazos de amor perdido, tal vez no sería necesario que Romeo saliese de casa.

          Los hombres no hemos creado ese tipo de Tribunales porque no está en nuestras manos el poder de crear el amor. Éste es un don que nos llega del cielo, directamente del corazón de Dios, que es Amor -con mayúscula-. Y allí está el buen Dios con las manos abiertas para los que se sientan desfallecer. Él detiene la furia de nuestros egoísmos, el azote de nuestras pasiones, las turbulencias que amasamos cuando nos dedicamos a buscar los propios intereses sin tener en cuenta a los demás. Dios es la respuesta para quien se siente débil en el amor.

          Esperemos que Romeo reciba en este momento la ayuda de sus abuelos y de los hombres de buena voluntad. Le deseamos que se trate solo de una ayuda temporal, como quien sale de casa durante unos días por remodelaciones. Sí, sus padres necesitan una buena revisión de su amor. Seguramente se darán cuenta, si dialogan con serenidad, que hay muchos más motivos para donarse que para agarrarse a sus intereses individuales, a las susceptibilidades peligrosas y a las desconfianzas que esterilizan toda relación. Quizás el hecho de ver salir de casa a su hijo les hará reflexionar un poco. A veces los padres no perciben en el momento, por las nieblas de la pasión encendida, el mal que hacen a sus hijos cuando discuten. No es un asunto que “queda solo entre ellos”. Los hijos son la prolongación de sus vidas.

          Un niño de siete años deja su casa... Sus padres discuten mucho.... Eso narran los periódicos que tantas veces nos dejan sin el desenlace final. Esperamos una segunda información que diga, más o menos: Un niño de siete años es buscado por sus padres, se resisten a que los abandone. El matrimonio promete ayudarse para que prevalezca entre ellos el amor mutuo.

          La serenidad de cada hijo es como el termómetro que mide la de sus padres.

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