30 de mayo de 2012

En el cielo no habrá más que santos

Autor: Jesús David Muñoz

Cierto día, un catequista novato, poco versado en el arte de la persuasión infantil, preguntó a un grupo de chiquillos inquietos que se preparaban para recibir la Primera Comunión: “¿Ustedes quieren ser santos?”.

Al instante y sin pensarlo dos veces todos contestaron en coro: “¡NO!”

¿Había errado en la pregunta? Era otra la respuesta que esperaba. Un “No” atronador y unánime dejaba sin armas a este joven maestro que por un momento se sintió como un Quijote idealista aferrado a usanzas teológicas ya superadas por la nueva “i-cultura”.

Una encuesta posterior permitió a nuestro inexperto docente percatarse que estas diminutas creaturas, que en unas pocas semanas recibirían el Sacramento de la Eucaristía en medio de fotos, vestidos, pasteles, regalos y fiesta,  consideraban al santo como una especie de antónimo de Iron man y sinónimo de aburrido.

Aquellos “pequeños teólogos”, que manifestaban rotundamente su deseo de querer llegar al cielo, parecían no haber estudiado aquella verdad tan clara y diáfana como el agua: en el cielo no habrá sino santos, sea que estos hayan llegado inmediatamente después de la muerte, sea que hayan tenido que purificarse en el purgatorio.

Es cierto que este tipo de enunciados que contienen verdades exigentes, contrarias un poco a la moda del “abre fácil” y a la sociedad del bienestar, corren el peligro de ir desapareciendo timoratamente de las catequesis, homilías y sermones, hecho que obedece en nuestra época a la mentalidad de ver como tabú temas como el pecado, el purgatorio y el infierno, y de considerar la invitación a la santidad cosa de ñoños.

Sin embargo, la santidad sigue siendo el requisito indispensable para quien quiera algún día ver a Dios para toda la eternidad. Aquellos pescadores de Galilea, primeros seguidores de Cristo, se dieron cuenta desde un inicio que Jesús pedía algo más que ser “buenos” u hombres religiosos más o menos cumplidores de unas reglas. El Maestro pedía la perfección, la santidad, la entrega completa, poner la mano en el arado y no mirar para atrás.

A pesar de la dificultad que divisaron en el estilo de vida que les proponía el Señor, siguieron adelante contra todos los pronósticos, incluso después de haberlo abandonado cobardemente.

El hecho de que haya católicos que no quieran ser santos es señal de que se sabe muy poco de lo que significa serlo o que se tiene una perspectiva bastante pobre de aquello en lo que consiste la santidad.

Utilizando términos de Pablo de Tarso, podemos decir que Jesús no nos pide simplemente “competir”. Él va más allá, es exigente, nos llama a “ganar”. Es verdad que el primer lugar en la carrera tiene que esforzarse mucho y sufrir otro tanto, pero también es cierto que solo el primer lugar recibe el premio del ganador.

De la misma manera, ser santo requiere esfuerzo y sufrir la fatiga e incluso el “aburrimiento” de intentar vivir extraordinariamente cada momento ordinario de la vida, pero el premio amerita eso y mucho más: “El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré […] me manifestaré a él […] vendremos a él y haremos en él nuestra morada” (Jn 14,21-23).

Es verdad que ser santos implica tomar la cruz, pero eso es solo una parte de las implicaciones. La santidad como plenitud de la vida que busca todo cristiano, esconde todo un caudal de alegría y felicidad indescriptibles.

San Pablo, que durante su ajetreada vida tuvo que padecer mucho a causa de su decisión de seguir a Cristo hasta sus últimas consecuencias, hablaba del predicador de esta realidad como “servidor de la alegría” (cf. 2 Cor 1,24); alegría que no se identifica con el carcajeo estruendoso y ligero del mundo, sino con el gozo profundo y espiritual que brota del alma. No por casualidad, C.S. Lewis, un autor inglés converso, describió su encuentro con Dios en un libro titulado Cautivado por la Alegría.

Quien ha “palpado” o ha colaborado de alguna u otra manera en hacer que un alma experimente en esta vida el gozo de encontrarse con el amor irrepetible y eterno de Dios, no puede menos que dar la razón a aquel poeta que decía: “Loco debo de ser pues no soy santo” (cf. Lope de Vega).

A pesar del panorama gris en el que el analfabetismo catequético nos ha ido sumiendo poco a poco, fue esperanzador constatar que el grupo de niños que encontró aquel catequista distinguía la hermosura de una vida vivida santamente. Ante personajes como Juan Pablo II y Teresa de Calcuta todos expresaban una profunda admiración y un tímido deseo de imitación.

En el cielo, lugar en el que reinaremos para siempre con Dios (cf. Ap 22,5), no habrá sino santos, sea que antes de entrar hayan tenido que purificar la mediocridad de sus almas, sea que hayan comenzado a disfrutarlo aquí en la tierra con una vida santa, una vida alegre.

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