14 de junio de 2012

Conocer lo que se cree: un reto para la nueva evangelización

Autor: Jesús David Muñoz

Uno de los principales retos que los primeros evangelizadores del continente americano afrontaron a la hora de anunciar el cristianismo a los nativos fue la profunda veneración y el arraigado apego que tenían éstos a las creencias que habían heredado de sus ancestros.

Un dato que refleja más precisamente la dificultad que sentían los aborígenes para aceptar la novedad que anunciaban los extranjeros venía de su mismo concepto de verdad. En náhuatl, por ejemplo, la verdad se expresaba con el término nelliliztli, que significaba literalmente “arraigamiento”.

Por lo tanto, lo verdadero era aquello que “tenía raíz”, lo sólidamente arraigado, lo perenne, lo establecido así desde antiguo. A esto se contraponía lo “novedoso” que venía a designar más bien algo “sin raíz”, y podría llegar a considerarse como sinónimo de falsedad (cf. Fidel González Fernández, El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, Porrúa, México 1999, p. 118).

Así, “tener raíz”, tener antepasados y ser fiel a éstos eran elementos que en la axiología india conferían un genuino valor a la persona y podían llegar a determinar la moralidad o inmoralidad de los actos.

Motivos como éste aumentaban la dificultad de los indios para aceptar la nueva doctrina en detrimento de su antiguo paganismo.

Muchos años de trabajo y dedicación tuvieron que trascurrir para observar la realidad del catolicismo predominante que contemplamos hoy en día en América Latina, aunque no exento de retos y pruebas (cf. SIAME 21.02.12). Estos esfuerzos, a su vez, han sido sostenidos por aquel hecho milagroso de la Virgen del Tepeyac en 1531 que impulsó como ningún otro acontecimiento la evangelización de las Indias.

Quinientos años después, la dificultad de aquellos primeros apóstoles de América sigue presentándose hoy a la luz de la nueva evangelización.

En México, por ejemplo, quien dedique una semana a misionar pueblos rurales en la serranía, donde los párrocos tienen que hacer malabares para atender a duras penas a la feligresía, hallará católicos que, ante los repetidos actos de proselitismo de las sectas de tinte evangélico y pentecostal, arguyan de la siguiente manera: “Yo soy católico y seguiré siendo católico porque fue lo que aprendí de mis padres”.

No es difícil imaginar que los autóctonos daban una respuesta muy semejante a los monjes y frailes que venían a predicar sus “novedades”. Fray Bernardino de Sahagún, por ejemplo, reconstruía años después con estos términos algunas de las objeciones que presentaban los nativos:

“Vosotros dijisteis que nosotros no conocemos al Señor del cerca y del junto [Dios]. Dijisteis que no eran verdaderos nuestros dioses. Nueva [falsa] palabra es ésta, la que habláis, por ella estamos perturbados, porque nuestros progenitores, los que han sido, los que han vivido sobre la tierra, no solían hablar así […] Y ahora ¿destruiremos la antigua regla de vida? […] No podemos estar tranquilos, y ciertamente no creemos aún, (aunque) os ofendamos” (Instituto de Investigaciones Históricas, La filosofía Náhuatl estudiada en sus Fuentes, UNAM, México 1974, pp. 130-133).

Es necesario aclarar que para la Iglesia también es de suma importancia la tradición apostólica (traditio), pues no es otra cosa que la transmisión del mensaje genuino y original de Cristo, a través de la predicación, el testimonio, las instituciones y el culto (cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n.12).

Sin embargo, no es el hecho mismo de la conservación de la tradición lo que hace cristiano al hombre, es más bien la adhesión personal surgida del encuentro vivo y actual con un acontecimiento, con una Persona: Jesucristo (cf. Benedicto XVI, Deus Caritas est, n.1).

Precisamente en lugares de Latinoamérica donde los sacerdotes y los catequistas escasean, la fe tiende a considerarse más como una creencia de costumbres y usanzas que como una búsqueda y una respuesta personal y consciente a la verdad del Evangelio. Esto hace que se eluda muchas veces de la fatiga que trae el meterse a conocer, profundizar y razonar a fondo lo que se cree.

Es claro que la presencia continua y permanente de los Pastores es un factor importante en este esfuerzo por hacer de la fe una auténtica experiencia del Resucitado, pero no es el hecho determinante.

En este sentido, es sorprendente ver el dinamismo y empuje del catolicismo en países como China y Corea, donde hasta hace pocas décadas contaban con un número muy reducido de sacerdotes por habitantes. La pasada Pascua se celebraron en China cerca de 22 mil bautismos (cf. ACI 25.04.12). En Corea, que es un caso particularmente aleccionador pues han sido los católicos de a pie los mejores “misioneros” evangelizando a sus familias y amigos, estamos hablando de más de 100 mil bautismos anuales (cf. ReligiónenLibertad 04.05.12).

La fe cristiana, más que un compromiso con la parentela y con el legado cultural de los antepasados, es la respuesta ofrecida a la verdad del Evangelio, descubierta tras un encuentro personal con Jesucristo, Hijo de Dios.

Ciertamente, para que dicho encuentro llegue a realizarse es necesario un conocimiento y estudio de los elementos fundamentales que componen la fe. No sin razón, el Año de la Fe convocado por el Santo Padre para el próximo 11 de octubre con el Motu proprio Porta Fidei, propone como principales consignas el conocimiento y estudio del Catecismo de la Iglesia Católica y de los documentos emanados por el concilio Vaticano II.

El analfabetismo catequético es sin duda uno de esos principales desafíos para esta nueva evangelización en una cultura impregnada del neopaganismo. Y al mismo tiempo es una oportunidad (cf. ForumLibertas, 28.04.12) para lograr que el mayor número de católicos pueda decir aquello que afirmaba G. K. Chesterton a quien le cuestionaba por los motivos de su pertenencia a la Iglesia Católica: “La dificultad de explicar por qué soy católico radica en el hecho de que existen diez mil razones para ello, aunque todas acaban resumiéndose en una sola: que la religión católica es verdadera” (Por qué soy católico, El buey mudo, Madrid 2010, p. 163).

No hay comentarios: