23 de junio de 2012

Juan Bautista: el santo que anunció a Jesús desde antes de nacer

Autor: Christian Viña
La figura de San Juan Bautista nos trae a todos el entrañable recuerdo de nuestra niñez, con las bien producidas fogatas del 24 de junio. ¿Cómo no recordar con qué paciencia juntábamos, en los días previos, ramas secas, trapos viejos y cuanto pudiera servir para el fuego? ¡Y cómo competíamos, entre los diferentes grupos del barrio, para ver qué fogata era más grande y viva!
En realidad, como católicos convencidos y amantes de nuestras tradiciones, no hacíamos más que seguir una costumbre milenaria del norte de Europa, donde para esa fecha comienza el verano. Y que ya los primeros cristianos popularizaron como símbolo de purificación y fertilidad. ¿O acaso, San Juan Bautista, toda humildad y, al mismo tiempo, todo fuego, en el anuncio de Jesucristo, no fue una llama de amor victoriosa; a la que ni la persecución e, incluso, el martirio, pudieron derrotar?
Es, en el santoral católico, el único santo cuya fiesta se celebra el día de su nacimiento, el 24 de junio; seis meses antes del de Jesús. Y, obviamente, también el día de su martirio, de su nacimiento para el Cielo, el 29 de agosto.
Su padre, Zacarías, fue un sacerdote israelita que, inspirado por el Espíritu Santo, profetizó que el niño sería profeta del Altísimo e iría delante del Señor para preparar sus caminos (Lc 1,76). Profeta él también, se retiró desde muy joven al desierto; donde vivió una vida de gran pobreza, vistiendo pieles de camello, comiendo miel y langostas silvestres, y llevando una vida de oración y sacrificio.
A él empezaron a ir multitudes de pecadores. A ellos los llamaba a una sincera conversión y les daba un baño en el Jordán (Bautismo), para simbolizar el deseo sincero de purificarse de sus pecados. El propio Jesús se hizo bautizar por él; no porque tuviese pecado alguno, como verdadero Dios. Sino porque, como verdadero hombre, quiso dar un verdadero ejemplo de penitencia y humildad.
Dicho sea de paso, hoy las sectas quieren hacerles creer, a muchos católicos con poca formación, que hay que bautizarse de grande como Jesús. Pero no dicen que nuestro bautismo, no es como el que practicaba Juan, sin borrar los pecados. Nuestro bautismo, que borra el pecado original, con el que todos nacemos, es la inserción en el misterio pascual de Cristo, o sea en su muerte y resurrección. Es el Bautismo en el Espíritu Santo y en el fuego (Mt 3,11), según las propias palabras de Juan Bautista. Y por él nacemos a la vida nueva, sin ninguna mancha de pecado…
Lo cierto es que Juan, consciente de que estaba frente a Jesús, Dios verdadero y hombre verdadero, se negaba a bautizarlo, diciéndole: Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro! Pero Jesús le respondió: Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo. Y Juan se lo permitió (Mt 3,14-16).
Encuentro magnífico de dos humildades: del hombre justo, consciente de quien tenía delante, y del Dios – hombre que no ahorró humillaciones para mostrarnos el camino de la verdadera grandeza. La recompensa para la sencillez de Juan no se hizo esperar. Dice el Evangelio que apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. Y en ese momento se le abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia él. Y se oyó una voz del cielo que decía: ‘Este es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección’ (Mt 3,16-17) ¿Acaso puede imaginarse más grande espectáculo celestial, como premio mayor para el sacrificado y humilde Bautista? ¡Los cielos se abrieron! (Mc 3,10) ¡Ya comenzaba a manifestarse la nueva y definitiva victoria de la Vida!
El propio Jesús no ahorró elogios para Juan, al decir que entre los nacidos de mujer no salió nadie mayor que él (Mt 11,11). Y Juan, en la cumbre de su fe y amor, lo proclamó, al igual que cada Sacerdote, en cada Misa, como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29).
El final de San Juan como mártir es bien conocido. Por negarse a justificar el adulterio y la corrupción del reyezuelo Herodes, fue decapitado por éste, a pedido de Salomé, la hija de su amante, Herodías, mujer de su hermano Felipe (Mc 6,17-29). Con su propio derramamiento de sangre, anticipaba aquella sangre redentora del propio Cristo; a quien confesó como verdadero Rey y Señor del universo, ya desde el seno de su madre.
Y es en este momento de su vida en el que queremos detenernos. El evangelio de San Lucas, nos cuenta que la Virgen María, embarazada de Jesús, fue a visitar a su prima, Santa Isabel, embarazada de Juan. E Isabel la saludó diciendo ‘Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre’. ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor (Lc 1,42-45).
Conmovedora escena que, cuanto más la contemplamos en la oración, más nos conmueve. Apenas escuchó la voz de la Madre de Dios, que traía en su seno al propio Niño Dios, otro niño por nacer; el que llegaría a ser el más grande de los nacidos de mujer (Mt 11,11), saltó de alegría. Y no es caprichoso ni alocado pensar –aunque no lo diga textualmente la Biblia- que también el propio Jesús saltó de alegría en el dulce vientre de María. Claro, por entonces no había costosísimas campañas de los poderosos del mundo, para exterminar a los niños por nacer; con las complicidades de tantos Herodes, que justifican ese crimen con un supuesto derecho a elegir
Sí, el niño por nacer, Jesús, y el niño por nacer, Juan, se reconocieron, se admiraron y se amaron, desde el calidísimo y seguro vientre de sus santas madres. Y ese vínculo indestructible, adornado con la eternidad del martirio, nos deja una maravillosa lección de la vida en abundancia (Jn 10,10). Vida que para nosotros siempre es prestada por su divino Autor. Vida que se nos ofrece para compartirla, y no para destruirla… Debida cuenta deberemos rendir ante Él de toda vida humana que eliminemos, despreciemos o no cuidemos…
Hace unos años, mientras recorría las calles en nuestra querida parroquia Virgen de los Milagros de Caacupé, el Señor me regaló un encuentro, frente a los volquetes de basura cercanos al barrio Espora, con una joven adicta, embarazada de siete meses. Tenía sida, y le habían dicho que el niño también nacería con el virus. Pero yo sé, padre –me dijo con admirable amor a la vida- que la va a pelear… A lo mejor no vive mucho. Pero yo lo voy a tener, por supuesto. No voy a ser yo quien lo mate…
Me dijo su nombre de pila. Pero, sabe, padre –remarcó-, todos me dicen Isabel; como una prima mayor que me crió, cuando mis padres me abandonaron…
No pude evitar estremecerme… Sabes, hija –le contesté-, otra Isabel nos trajo a San Juan Bautista, el que preparó el camino de Jesús; por quien vos, tu hijo, y yo somos salvados…
El silencio y las lágrimas coronaron ese instante lleno de eternidad. Nuestra Isabel y su niño también saltaron de alegría, al saberse una obra del amor de Dios. De la que nadie, absolutamente nadie, puede disponer a su antojo.
Quizás ya no tengamos muchas fogatas de San Juan. En las que sí se enciendan arrojemos, también, nuestro egoísmo y nuestras miserias. ¡Hagámonos de nuevo niños! Como lo fue el mismo Juan. Y como el propio Jesús nos invita, una y otra vez, a ser…

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