28 de junio de 2012

Tesoros escondidos

Autor: Álvaro Correa

La idea de encontrar un tesoro ha pasado por la mente de todos. Siendo niños jugamos a esconderlos y a encontrarlos: una colección de timbres, la fotografía del equipo favorito, una lagartija seca o una corcholata.

También las narraciones de las aventuras de los exploradores y de los piratas abonaron nuestra imaginación. Nuestros ojos curioseaban sus mapas secretos.  Y en el relato de “la isla misteriosa” nuestra ilusión metió las manos dentro de los cofres repletos de pepitas de oro.

Fantasía aparte, hay, sin embargo, toda una lista de tesoros escondidos que nadie ha logrado encontrar. Pero, como suele suceder en estos casos, las generaciones que van pasando dan un pincelazo que colorea más las leyendas.

Si alguno desea ponerse a buscar tesoros, aquí tiene algunas pistas:

- El tesoro de Juan Sin Tierra, el rey inglés, enemigo de Robin Hood. Se cuenta que en el año de 1216 sepultó una parte de las riquezas de la Corona Británica bajo el río Walsh y mandó matar a los soldados que ocultaron el tesoro para que no revelasen el escondite.

- El gran Gengis Khan, fundador del imperio mongol, fue sepultado, según la leyenda, en un féretro de plata que se apoyaba sobre las 78 coronas de los reyes que venció en batalla.

- Cuentan que el rey azteca Montezuma arrebató la mayor esmeralda del mundo a un rey maya. El conquistador español, Hernán Cortés, saqueó el tesoro azteca, pero su nave fue asaltada por los piratas y naufragó en el Golfo Sant Malo. En algún recoveco del golfo brilla la esmeralda.

- Se dice que el último zar de Rusia, Nicolás II, antes de morir mandó esconder en el fondo del lago Bajkal, en Siberia, su corona de oro, el cetro, el globo y su manto de púrpura.

- El tesoro etrusco debería encontrarse entre las ciudades de Bolsena, Chiusi y Orvieto, en Italia. Se trata del sarcófago de oro del rey Porsenna. El historiador Plinio cierra el círculo y menciona que se encuentra bajo la ciudad de Chiusi en un laberinto.
        
Y la lista continuaría por metros. Hay tesoros tragados por el mar, sepultados en lugares perdidos y protegidos por los enigmas. Quizás hay una montaña de lingotes y cofres de perlas entre las raíces del árbol de nuestro jardín, bajo una lápida del parque por el que paseamos al atardecer, o justo debajo de la propia casa. Pero, ¿quién tiene un indicio cierto para dedicarse a rescatarlos? Quizá un día la perseverancia y la ilusión coronen a algún osado, pues la remota posibilidad de encontrar un tesoro tiene siempre su atractivo. Por el momento lo normal es que nos metemos las manos al bolsillo y... sacamos solo un pañuelo.

Hay una frase de Jesucristo en el Evangelio que también habla de tesoros, dice: “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón” (Lc 12,34). Viene como anillo al dedo. En definitiva no necesitamos pepitas de oro etruscas, ni esmeraldas mayas, ni cetros rusos para tener un tesoro. ¡Donde está mi corazón, allí está mi tesoro! No hay mapas, ni enigmas, ni laberintos de por medio. El corazón lo llevo en mi pecho y palpita fuerte. Escucho sus latidos y cada uno me dice qué tesoro llevo dentro, conmigo, íntimamente. Ese tesoro personal nadie me lo puede robar, como nadie puede contener entre sus manos el oleaje del mar.

Cada persona custodia su propio tesoro en el cofre del amor. Es un tesoro con muchas joyas de valor incalculable: los padres, la esposa, el novio, los hijos, los enfermos, la iglesia, la ciencia, la profesión, el honor.... “Dios, la patria y la familia” -como reza un lema-.

El amor ennoblece la persona y le da la riqueza que no concede todo el oro del mundo. El marido abraza a su esposa y le dice: “Tesoro mío”. La madre besa a su bebé y le susurra dulcemente: “Tesorito”. El abuelo mira el cuadro de la familia y exclama: “Es el tesoro de mi vida”. ¡Estamos rodeados de tesoros!

El mundo no ha desaparecido, no obstante tantas bombas que han reventado regiones enteras, porque hay corazones que aman y que se inclinan a curar las heridas. Hay más amor que odio, más miradas limpias que desprecios, más sonrisas que insultos. Cada persona, rica o pobre, en Alaska o en las dunas del Sahara, camina con su tesoro porque lleva siempre consigo su corazón palpitante.

Desde el cielo Dios ve los tesoros de cada hombre y le marca su verdadero peso. Él sabe cuál es valor verdadero del amor de cada uno porque Él es el Amor. Si un día un hombre encontrase un cofre de oro, incrustado de diamantes, lleno de rubíes, zafiros, esmeraldas, coronas y anillos precisos, haría bien -si pudiera- en colocarlo sobre un platillo de una balanza contraponiéndolo, en el otro platillo, con los tesoros de su corazón. Dichoso él si su corazón doblega la balanza de golpe y el cofre se eleva como una pluma. Puede seguir feliz su camino de peregrino hacia el cielo. Su corazón lleva el tesoro de su amor y ese amor, que pesa, irá al encuentro eterno de su fuente: Dios.

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