15 de junio de 2012

Sagrado Corazón: el Amor es exigente

Autor: Jesús David Muñoz

Era la mañana del lunes. El sol se levantaba perezosamente mientras desvelaba el manto de sombra que cubría Jerusalén.

Los apóstoles aún se recreaban con aquellas voces que el día anterior habían proclamado al Maestro como el Mesías, el Hijo de David. Ahora, del alborozo solo quedaban algunas ramas de olivo esparcidas por las calles empedradas, como testigos trasnochados de la Entrada Triunfal del verdadero Rey de Israel.

Llegados al templo, el regocijo de los discípulos se transformó de repente en perplejidad. En medio de un recinto abarrotado de mercaderes y cambistas de monedas (cf. Jn 2,15), Jesús se abre paso con un látigo hecho de cuerdas volcando las mesas repletas de monedas mientras replica: “Quitad esto de aquí, y no convirtáis la casa de mi padre en una cueva de ladrones”.

El Maestro era fuerte. Sin embargo, no eran común en Él reacciones de este tipo.

“Mi casa es casa de oración y vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones”, escuchaban los apóstoles mientras deliberaban cómo proteger a Jesús ante la trifulca que amenazaba con formarse.

Juan, quien desde un inicio mostró especial afinidad con el Rabí, comprendió que este hecho hacía eco de aquel pasaje: “El celo por tu casa me devora” (Jn 2,17) y advirtió cómo en el interior del Maestro se anidaba un fuego de amor devorador, fuego que comenzó a abrasar el suyo desde aquel momento. Siglos después, lo experimentaría también una mujer de nombre Margarita María de Alacoque, quien describía el Divino Corazón como un horno ardiente de caridad.

La entrada triunfal en Jerusalén es quizá uno de los pasajes que mejor reflejan una característica fundamental del amor, y que debe estar presente también en Aquel a quien llamamos así por antonomasia. Este elemento es la exigencia.

Esta realidad no debería ser una novedad para quienes creemos que Dios es Padre, muy lejos de identificarse con un abuelo bonachón y alcahuete.

“En la bondad  -como bien señala Romano Guardini-  hay fuerza. Cuanto más pura es, más fuerza [...] ¡Ay de la bondad si es débil, por más que tenga buena intención!” (cf. Una ética para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid 2007, p. 245).

C.S. Lewis lo describe magistralmente: “[El amor de Dios] no es la senil benevolencia que desea perezosamente que cada cual sea feliz a su modo, […] sino un fuego voraz, el amor creador de dos mundos, tenaz como el amor del artista por su obra, […] providente y venerable como el del padre por su hijo, celoso, inflexible y  exigente” (El problema del dolor, Rialp, Madrid 2004, p. 53). 

Quien en la actualidad quiera abrir la puerta de su santuario interior a Dios, debe saber que no volverá a ser el mismo.

Cristo no tendrá reparo en sacar del corazón de cada hombre a “cambistas” y “mercaderes” con sus “ovejas”, “bueyes” y “palomas”. Erradicará toda inmundicia; cauterizará las heridas; irradiará de calor aquellos rincones donde el invierno de una entrega servil y anodina no ha dejado más que hielo y escarcha.

Esto no debe sorprender a nadie, pues la experiencia enseña, sobre todo en el ámbito familiar y en el campo de la educación que quien exige poco ama poco. Quien ama auténticamente quiere sacar lo mejor de la persona amada, y no demanda solo lo indispensable, sino que reclamará todo.

He aquí en el fondo el eterno problema que se plantea a todo hombre cuando se deja encontrar con este Dios que es Padre y Hermano: “el que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mt 12,30).

Si Dios es Dios no podemos esperar palabras menos claras y bondadosas que estas: “Quita esto de aquí, no conviertas tu corazón, Mi morada, Mi santuario, en un mercado. Yo en tres días lo reconstruiré” (cf. Jn 2,19). “Conságralo a mí, para que tu alegría sea plena” (cf. Jn 16,24).

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