7 de mayo de 2014

Caballeros de Dios: Juan XXIII y Juan Pablo II

Autor: Julio Muñoz

La Europa cristiana del siglo XVI entendía el Mediterráneo como «un gran sistema de defensas concéntricas, en cuyo núcleo estaba Roma, torreón del Señor, continuamente asediado por la horda de bárbaros» (Roger Crowley, Imperios del mar).

Durante cuarenta años estas murallas de la cristiandad habían ido cayendo ante el implacable avance del aparato militar otomano. Después de la caída de Rodas había llegado el turno de Malta, último enclave militar cuya pérdida supondría dejar las puertas abiertas para una invasión turca en la península itálica y tal vez en el resto de Europa.


Cuando en mayo de 1565 los treinta mil hombres del ejército turco desembarcaron en las costas de la pequeña isla al sur de Italia, tres fortalezas y unos ocho mil hombres en condiciones de combatir, incluidos los caballeros hospitalarios de San Juan, se disponían a defender su posición hasta la muerte. La más pequeña de las defensas, el fuerte de San Telmo, destinado irremisiblemente a caer, tendría una misión fundamental: ganar tiempo. Esto permitiría a los otros dos fuertes reforzar sus murallas mientras que Don García, virrey español en Sicilia, enviaba la flota de socorro.

Y así fue como el 22 de junio, tras un mes de combate y más de dieciocho mil cañonazos, los últimos supervivientes del pequeño fuerte se reunieron en la pequeña iglesia del patio interior y acordaron unánimemente «terminar allí la vida y el peregrinaje humano» por Jesucristo. Al día siguiente no pudiendo abandonar sus posiciones de defensa se confesaron unos con otros, se abrazaron y a falta de pólvora se armaron con espadas y picas para resistir lo que sería el último asalto. Todos serían masacrados sin piedad.

Desde el segundo fuerte, el de San Miguel, La Valette, gran maestre de la orden de San Juan, distinguió entre la humareda del combate una figura solitaria asediada por el enemigo turco en la cima de un torreón «luchando con una gran espada que blandía con las dos manos». Poco después este caballero de Dios moriría junto al resto de sus compañeros. Pero, ¿por qué hablar de Malta y de este personaje desconocido y lejano en la historia en el marco de las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II?

Aquel hombre sólo sabía que debía morir defendiendo su pequeño torreón, sabía que San Telmo era la clave militar estratégica del resto de las fortificaciones de Malta, tanto como Malta lo era para el resto de la Europa. No le preocupaba tanto obtener un resultado inmediato (derrotar definitivamente a los turcos y mandarlos de vuelta a Constantinopla), sino cumplir su pequeña parte dentro del todo, ser parte de un proceso histórico que iba mucho más allá de aquella pequeña batalla en la que él estaba llamado a entregar la vida.

Sobre este saber vivir tu parte dentro del todo, es hermoso lo que al respecto nos dice el Papa Francisco en Evangelii Gaudium: «Hace falta prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana (…) El todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas. Entonces, no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos.» (nn. 234-235).

Teniendo en mente el ejemplo de aquel caballero desconocido y desde la perspectiva que nos abre el papa Francisco en su encíclica, quisiera encuadrar el mensaje –uno de tantos– que a todos nosotros nos pueden dirigir hoy los dos papas canonizados. Y es que ambos supieron vivir su momento histórico desde una visión más amplia del sentido de su vida y de su misión. Como caballeros de Dios supieron vivir su parte dentro del todo.

Ni Juan XXIII ni Juan Pablo II quisieron ser protagonistas de su tiempo, sino formar parte de un proceso de cambios a los que de algún modo la providencia los había destinado. Supieron leer los signos de su tiempo, entender las necesidades de su época y actuar conscientes de que debían leer su propia vida desde una perspectiva más amplia. Pusieron su parte, hasta cierto punto determinante, y se fueron. Hoy el mundo y la Iglesia les dan las gracias y les pide ayuda.

Volvamos un momento a la batalla de Malta. El tiempo que ganó el fuerte de San Telmo hizo posible la supervivencia de los otros dos fuertes hasta el desembarco de la flota de socorro el 7 de septiembre de 1565 y la subsiguiente victoria para la fuerza cristiana. Malta se había salvado y su victoria inspiró a una cristiandad abatida después de 40 años de derrotas militares ante los turcos.

Como a aquellos hombres, como a Juan XXIII y a Juan Pablo II, Dios nos puede pedir defender un pequeño torreón y desde ahí «blandir la espada con las dos manos» hasta el último suspiro. Basta saber esto. Cada uno tiene su torreón y su misión en la gran batalla de la vida. Lo importante es vivir nuestra pequeña parte con la mirada en el todo, como caballeros de Dios, sabiendo que cada día en el fuerte de San Telmo tiene sentido.

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