La
Europa cristiana del siglo XVI entendía el Mediterráneo como «un gran sistema
de defensas concéntricas, en cuyo núcleo estaba Roma, torreón del Señor,
continuamente asediado por la horda de bárbaros» (Roger Crowley, Imperios
del mar).
Durante
cuarenta años estas murallas de la cristiandad habían ido cayendo ante el implacable
avance del aparato militar otomano. Después de la caída de Rodas había llegado
el turno de Malta, último enclave militar cuya pérdida supondría dejar las
puertas abiertas para una invasión turca en la península itálica y tal vez en
el resto de Europa.
Cuando
en mayo de 1565 los treinta mil hombres del ejército turco desembarcaron en las
costas de la pequeña isla al sur de Italia, tres fortalezas y unos ocho mil
hombres en condiciones de combatir, incluidos los caballeros hospitalarios de
San Juan, se disponían a defender su posición hasta la muerte. La más pequeña
de las defensas, el fuerte de San Telmo, destinado irremisiblemente a caer,
tendría una misión fundamental: ganar tiempo. Esto permitiría a los otros dos
fuertes reforzar sus murallas mientras que Don García, virrey español en
Sicilia, enviaba la flota de socorro.
Y
así fue como el 22 de junio, tras un mes de combate y más de dieciocho mil
cañonazos, los últimos supervivientes del pequeño fuerte se reunieron en la
pequeña iglesia del patio interior y acordaron unánimemente «terminar allí la
vida y el peregrinaje humano» por Jesucristo. Al día siguiente no pudiendo
abandonar sus posiciones de defensa se confesaron unos con otros, se abrazaron
y a falta de pólvora se armaron con espadas y picas para resistir lo que sería
el último asalto. Todos serían masacrados sin piedad.
Desde
el segundo fuerte, el de San Miguel, La Valette, gran maestre de la orden de
San Juan, distinguió entre la humareda del combate una figura solitaria
asediada por el enemigo turco en la cima de un torreón «luchando con una gran
espada que blandía con las dos manos». Poco después este caballero de Dios
moriría junto al resto de sus compañeros. Pero, ¿por qué hablar de Malta y de
este personaje desconocido y lejano en la historia en el marco de las
canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II?
Aquel
hombre sólo sabía que debía morir defendiendo su pequeño torreón, sabía que San
Telmo era la clave militar estratégica del resto de las fortificaciones de
Malta, tanto como Malta lo era para el resto de la Europa. No le preocupaba
tanto obtener un resultado inmediato (derrotar definitivamente a los
turcos y mandarlos de vuelta a Constantinopla), sino cumplir su pequeña parte
dentro del todo, ser parte de un proceso histórico que iba mucho más
allá de aquella pequeña batalla en la que él estaba llamado a entregar la vida.
Sobre
este saber vivir tu parte dentro del todo, es hermoso lo que al respecto
nos dice el Papa Francisco en Evangelii Gaudium: «Hace falta prestar
atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana (…) El todo es
más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas. Entonces, no hay
que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay
que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a
todos.» (nn. 234-235).
Teniendo
en mente el ejemplo de aquel caballero desconocido y desde la perspectiva que
nos abre el papa Francisco en su encíclica, quisiera encuadrar el mensaje –uno
de tantos– que a todos nosotros nos pueden dirigir hoy los dos papas
canonizados. Y es que ambos supieron vivir su momento histórico desde una
visión más amplia del sentido de su vida y de su misión. Como caballeros de
Dios supieron vivir su parte dentro del todo.
Ni
Juan XXIII ni Juan Pablo II quisieron ser protagonistas de su tiempo, sino
formar parte de un proceso de cambios a los que de algún modo la providencia
los había destinado. Supieron leer los signos de su tiempo, entender las
necesidades de su época y actuar conscientes de que debían leer su propia vida
desde una perspectiva más amplia. Pusieron su parte, hasta cierto punto
determinante, y se fueron. Hoy el mundo y la Iglesia les dan las gracias y les
pide ayuda.
Volvamos
un momento a la batalla de Malta. El tiempo que ganó el fuerte de San Telmo
hizo posible la supervivencia de los otros dos fuertes hasta el desembarco de
la flota de socorro el 7 de septiembre de 1565 y la subsiguiente victoria para
la fuerza cristiana. Malta se había salvado y su victoria inspiró a una
cristiandad abatida después de 40 años de derrotas militares ante los turcos.
Como
a aquellos hombres, como a Juan XXIII y a Juan Pablo II, Dios nos puede pedir
defender un pequeño torreón y desde ahí «blandir la espada con las dos manos»
hasta el último suspiro. Basta saber esto. Cada uno tiene su torreón y su
misión en la gran batalla de la vida. Lo importante es vivir nuestra pequeña
parte con la mirada en el todo, como caballeros de Dios, sabiendo que
cada día en el fuerte de San Telmo tiene sentido.
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