12 de marzo de 2012

Niños soldados: una injusticia que debe terminar





Autor: Fernando Pascual

Toda guerra implica un drama. Unos hombres luchan contra otros hombres, con o sin motivos válidos, para imponerse por la fuerza. En muchas guerras aparecen, entre los soldados más o menos jóvenes, algunos niños que cargan un fusil, tal vez una ametralladora, o simplemente cartucheras de repuesto.


Nos duele ver a niños que van al frente, que se acostumbran a matar. Nos duele el que se les prive de su familia, de sus amigos, de la escuela. Nos duele el que tengan las manos manchadas de sangre o de pólvora, mientras gritan con un orgullo casi diabólico cuando han podido matar a uno o varios enemigos... 

El drama de esos niños no es sino el reflejo de un drama más profundo: la guerra. Cuando un hombre coge un machete, un fusil o un carro armado y se dirige a una línea enemiga para matar a otros significa que algo muy profundo ha fracasado en la historia humana.

La verdad no se puede imponer a fuerza de cañonazos. La justicia no puede ser una especie de permiso seguro para tomar las armas y matar a quienes quizá no son los verdaderos culpables de situaciones insostenibles. La honradez no puede ser defendida a costa de la sangre de una persona inocente, muchas veces ajena a las causas que han provocado un conflicto armado.

Un niño llega a convertirse en un soldado porque hay adultos que deciden matar. La solución a los niños soldados hay que encontrarla en los adultos, en sus corazones llenos de odio y de violencia, que les llevan a promover guerras que pueden durar años interminables sin que nadie consiga sus objetivos, y que provocan la destrucción y la pobreza de miles o millones de personas inocentes.

Un niño llevará un arma y un fusil mientras existan adultos que quieran resolver sus conflictos por la fuerza, mientras haya personas ávidas de ganar dinero con la venta y compra de armas, a veces con los créditos de bancos sin escrúpulos.

Si promovemos la cultura de la paz, de la justicia y del amor, la guerra no tendrá lugar entre los hombres. Si promovemos el respeto de la vida como un valor sagrado, no se invertirá dinero en armamentos, sino en hospitales y en escuelas. Los niños podrán vivir simplemente como niños, y no caerán en las manos de traficantes y de criminales que los conviertan en soldados prematuros.

Mientras no lleguemos a una solución radical para las guerras que siguen sembrando de sangre tantos rincones del planeta, habrá adultos que inciten u obliguen a niños a tener entre sus manos armas para matar. La mirada de esos niños reflejará nuestro fracaso. Su tristeza o su risa enloquecida nos gritarán que hemos de cambiar, ya, algo en el mundo global que estamos construyendo, y que todos queremos un poco más justo y más feliz.

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