5 de noviembre de 2012

Éticas

Autor: Max Silva Abbott

Suele escucharse que en las sociedades contemporáneas, existe algo así como un politeísmo ético, en el sentido que en ellas conviven muy diferentes modos de entender el bien y el mal y de obrar en consecuencia, fruto del pluralismo propio de nuestras democracias. De esta manera, cada uno sería libre para autodeterminarse de acuerdo a su propia pauta moral, con la sola excepción de verse obligado a tolerar posturas éticas no sólo diferentes, sino incluso opuestas a la suya, siempre que todas respeten las reglas formales del juego democrático.

Semejante postulado esconde una premisa: que todas las posturas éticas son similares en cuanto a su valía, o si se prefiere, que todas resultan igualmente defendibles, razón por la cual ninguna sería superior o mejor que las otras.

Sin embargo, ¿basta con que diferentes éticas se toleren y sean compatibles con el juego democrático para concluir sin más que todas merecen la misma consideración y respeto? Ello, porque esta visión pareciera no percibir que las diversas formas de ver y de actuar en materia moral, tendrán inevitablemente efectos, tanto en los propios sujetos, como en el todo social. De este modo, da la impresión que este dato, no menor, estuviera olvidado, suponiendo tal vez de manera ingenua, que una sociedad continuará sin mayores cambios en cuanto a su funcionamiento o incluso existiendo como realidad colectiva, sean cuales fueren las convicciones éticas y comportamientos de sus integrantes.

Sin embargo, el sentido común parece indicar que para una sociedad no es indiferente si la mayoría de sus integrantes desea, por ejemplo, formar una familia, tener descendencia, criarla y educarla de la mejor manera dentro de sus posibilidades, a que si por el contrario, esta mayoría no quiere adquirir compromisos, y su autodeterminación los lleva a considerar como el máximo ideal de vida –y por tanto, desde su perspectiva, como lo correcto–, “pasarlo bien”, quedándose, por decirlo de algún modo, en una perpetua adolescencia, y que en caso de adquirir algún tipo de compromiso, poder tener siempre la facultad libérrima de romperlo, ya sea divorciándose de su pareja o abortando a un hijo “no deseado”, por ejemplo. Y lo mismo puede decirse de muchas otras conductas, como la veracidad o la mentira, la honradez o la deshonestidad, la laboriosidad o la flojera, la generosidad o el egoísmo, y un largo etcétera.

¿Realmente alguien puede creer que las cosas seguirán funcionando igual a como en general han funcionado en cualquier sociedad, si la mayor parte de sus miembros toma estas últimas alternativas?

Lo anterior quiere decir que no todas las posturas éticas valen lo mismo, aun cuando respeten el juego democrático. Por eso, es deber de todos descubrir (no inventar) cuáles concepciones éticas son realmente necesarias para el todo social y cuáles no.

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