25 de noviembre de 2012

Tú lo has dicho, soy Rey

Autor: Jesús David Muñoz

En 1925 Pío XI instituyó la solemnidad de Cristo Rey del Universo. El secularismo que se iba dilatando con rapidez en la modernidad hacía percibir una sociedad que pretendía construirse a sí misma eliminando a Dios.

Hoy, más de ochenta años después, en medio de un mundo convulsionado y en muchos aspectos casi irreconocible, esta solemnidad, y la realidad que ella encierra, sigue manifestando la tremenda decisión ante la que Cristo pone al mundo: “El que no está conmigo está contra mí, el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23).

La historia ha visto muchos hombres a los que considera “iluminados” que han venido a indicar a la humanidad un camino o una luz que no se identifica con su persona pues existe sin ellos y antes que ellos.

Incluso en la historia del cristianismo ha habido quienes afirmaron que Jesús no formaba parte del contenido mismo de su Buena Nueva; su persona misma podría desaparecer sin que ello afectase en nada a la integridad de su doctrina. Con esto, Jesús sería uno más de tantos mensajeros, un maestro moral que señalaba el camino, pero que no era el camino (cf. R. Guardini, La esencia del Cristianismo, Cristiandad, Madrid 2007, p. 31).

Sin embargo, ya C.S. Lewis dejaba ver la incongruencia de este modo de pensar y de actuar tachándolo de “auténtica estupidez”. Decía: “Un hombre que fue meramente un hombre y que dijo las cosas que dijo Jesús no sería un gran maestro de moral. Sería un lunático […] Tenéis que escoger. O ese hombre era, y es, el Hijo de Dios, o era un loco o algo mucho peor. Podéis hacerle callar por necio, podéis escupirle y matarle, o podéis caer a sus pies y llamarlo Dios y Señor. Pero no salgamos ahora con insensateces paternalistas acerca de que fue un gran maestro moral. Él no nos dejó abierta esa posibilidad. No quiso hacerlo” (Mero cristianismo, RIALP, Madrid 2007, p. 69).

El Nazareno, lejos de parecerse a Buda, Sócrates, Mahoma o cualquier otro personaje brillante con el que se le quiera comparar, es único, es Dios.

Ante un Medio Oriente preocupantemente crispado; un Occidente que ha pasado de la opulencia a una terrible crisis ético-económica; una juventud dominada por el pansexualismo, el narcisismo y la inseguridad, las palabras de Jesucristo, Hijo de Dios, resuenan de nuevo en toda su gravedad y entereza: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).

“El que no está conmigo está contra mí, el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23). Esta tremenda decisión ante la que Cristo pone a todo hombre se plantea más enérgicamente a los cristianos de hoy que viven en un mundo no ya indiferentemente religioso, sino categórica y beligerantemente opuesto a su enseñanza.

Podría parecer una arrogancia afirmar que Jesús, un individuo que murió crucificado en Palestina hacia el año 30 y que desaparece a pasos agigantados en la niebla del pasado, es Dios, el centro de la historia humana (cf. J. Ratzinger, Introducción al Cristianismo, p. 163). Sin embargo, ningún cristiano puede sepultar esta realidad sin estar enterrando en ese mismo momento su esencia, sin estar cortando la rama del árbol sobre la que está parado.

Jesús de Nazaret, que murió crucificado hace más de dos mil años, no es ya solo el Rey de los judíos, sino que también es un Rey universal, y esto hace que la solemnidad con la que termina el año litúrgico sea una llamada a la conciencia de un cristianismo que no puede vivir en la esfera privada, un cristianismo de puertas para dentro, un cristianismo de titubeos y poquedad.

Quien está cerca de Cristo está cerca del fuego, afirmaba Orígenes. Y quien quiera servirle debe dejar contagiarse por el fuego de ese Amor.

Todo aquel, cristiano o no, que formule a Jesús aquella pregunta del confuso Pilato: “¿Tú eres rey?”, recibirá la misma respuesta de un Cristo que gobierna en el servicio y en la cruz: “Tú lo has dicho, yo soy Rey. Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18,37).

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